Por: Pr. Carlos Berges | Iglesia de Cristo Visión de Fe
1 Sam. 15:3 “Ve ahora, y ataca a Amalec, y destruye por completo todo lo que tiene, y no te apiades de él…”
Los estudiosos del FBI se llevaron una buena sorpresa cuando la chica millonaria, Patricia Hearts, heredera de una gran fortuna americana, secuestrada en 1974 por el Ejército Simbionés de Liberación cuando fueron detenidos por la policía, se encontraron con que ella había decidido apoyar a sus captores y se unió a ellos en un atraco a un banco.
Cuando le preguntaron por qué se había vuelto su apoyo sabiendo que la habían secuestrado y cobrado una gran suma de dinero para liberarla, su respuesta fue: “porque me enamoré de mi captor”. Ya años antes había sucedido algo parecido en la ciudad de Estocolmo, Suecia. Este fenómeno en donde la víctima se enamora de su captor fue llamado “Síndrome de Estocolmo”.
Este tema lo estudié con mis profesores cuando me enseñaron a discernir los diferentes estadios de la conducta humana que se dan continuamente en nuestro continente, especialmente en los matrimonios en donde abunda la violencia verbal, física y emocional, pero cuando se le pide a la víctima que denuncie a su victimario, alega que “el o ella no es mala, solo está pasando un mal momento”. Sin darse cuenta, la víctima ama tanto a su victimario que lo apoya en todo y lo exime de toda culpa. “El malo soy yo, porque lo enojo”.
Este síndrome no afecta solo a los matrimonios que pasan por este proceso. También le afecta al ser humano cuando, sin saberlo quizá, se ha enamorado tanto del pecado y de los placeres del mundo, que le es imposible dejarlo. Sabe que lo está destruyendo, sabe que la nicotina lo va a matar un día, sabe que las grasas saturadas lo van a destruir, pero se ha enamorado tanto de sus vicios que no logra soltarse. En este costal tenemos que meter a muchos cristianos. Se han apegado tanto al mundo que aunque la Biblia les dice que la luz no tiene nada que ver con las tinieblas, ellos están sufriendo este Síndrome de Estocolmo sin siquiera darse por enterados. Lo justifican por todos los medios, pero no logran comprender que un día ese mundo corrupto los llevará en la dirección opuesta a la que Jesucristo nos ofrece a todos. Se han enamorado perdidamente de sus placeres y deleites.
Eso le sucedió a Saúl.
Por medio de Samuel el profeta, Dios le había dicho a Saúl que fuera a atacar a Amalec. Un rey sanguinario, cruel y despiadado que desde los tiempos de Moisés se había opuesto a que los hijos de Israel entraran a su Tierra Prometida. Los atacó sin misericordia, los pervirtió sin nada de vergüenza con tal que enojaran a su Dios para que los dejara sin tierra ni bendición.
Ese nombre, Amalec, había estado rodando de rey en rey. Siempre había hecho su aparición en las vidas de los enemigos de Israel y era una espina en su costado. Dios había prometido que un día ese tal Amalec sería destruido por completo. Cuando le llegó el turno a Saúl de derrotarlo, matarlo y acabar con su maléfica influencia, vemos nuevamente el famoso Síndrome de Estocolmo. Saúl lo perdona. Se hace su amigo. Sabe que lo va a destruir un día pero no le importa. Era más sabroso tener un bocado escondido. Y Samuel se da cuenta. En un arrebato de justicia, toma su espada y lo hace pedazos. Y Saúl paga las consecuencias. Es destronado.
Conozco a un hombre que se ha enamorado tanto de su Amalec que le ha sido imposible darle una buena vida a su esposa. Es un tipo que dice que es cristiano, pero en realidad no ha nacido de nuevo. Vive cobrándole a todo el mundo lo que le hicieron sus padres cuando niño. Sus falencias, su falta de oportunidades de estudio, no le enseñaron a trabajar, lo hicieron un “todo me lo merezco”, no trabaja el ingrato pero manda a trabajar a su esposa. No aporta nada ni a su hogar menos a la Iglesia que lo cobija. Tiene cincuenta años y aún le dice a su mamá que ella tiene obligación de mantenerlo. Este hombre, como Patricia Hearts, se ha enamorado de su verdugo. Su verdugo se llama Amalec.
Le es imposible -como a Saúl-, acabar con él. No tiene el valor de Samuel de tomar su espada y partirlo en pedazos para que no le siga destruyendo su mediocre vida. Prefiere mantenerlo en su interior aunque lo hace un miserable y sinvergüenza, pero no le importa. Ama a Amalec. Y Amalec lo está destruyendo.
¿Y saben que es lo peor? La esposa no puede dejarlo. Ella ha caído también en este Síndrome. Como decimos en Guatemala: Mal con él, pero peor sin él. ¡¡Qué pena…!! Teniendo un Dios tan Grande, tan Bueno, tan Fiel.