Romanos 12:9 “El amor sea sin fingimiento…”
¿Será que sabemos amar como nos lo ordena la Palabra del Señor? ¿Será que los matrimonios cristianos estamos viviendo nuestra mejor época matrimonial luego de conocer el Amor de Dios? No vayamos tan lejos: ¿Estamos siendo -los cónyuges-, conscientes que nos hemos unido en matrimonio no para que nos hagan felices sino para hacer feliz a la persona que hemos escogido para vivir con ella?
Quizás la aplicación más aguda de este concepto que el amor sea sin fingimiento, en la sociedad occidental se halla en el matrimonio.
En nuestros días, en la sociedad secular el matrimonio, en gran medida, está en estado de ruinas. En numerosas comunidades el divorcio es más común que la supervivencia del matrimonio, e incluso en aquellos matrimonios que sí sobreviven es muy común descubrir la falta de armonía. Y en esto no nos escapamos los cristianos, los que decimos que amamos al Señor pero no podemos amarnos unos a otros.
Uno de los factores primordiales que originan esta situación desastrosa radica en la falta de comprensión de este concepto. El matrimonio tiene dos fases diferentes entre sí: el romance y el amor. El romance es el torbellino inicial de emociones, embriagante e ilógico, que constituye el rasgo distintivo de una nueva relación, y que en ciertos casos podría llegar a extremos. El amor, tal como lo define la Biblia, es el resultado del acto de dar abundante y auténticamente.
El amor es generado esencialmente por la oportunidad bien aprovechada de dar y de darse a sí mismo, y no por lo que uno recibe de la pareja. La fase romántica se marchita rápidamente; de hecho, tan pronto como es alcanzada comienza a morir. Una persona con sensibilidad espiritual sabe que ello debe ser así; pero en vez de dejarse llevar por la depresión y angustiarse por la duda de si quizás ha desposado a la persona incorrecta, hay que tener presente que la fase de trabajo, de dar, apenas está comenzando.
De hecho, en la Biblia no existe palabra para designar «romance»: en el fondo no es más que una ilusión. Pero en el mundo donde imperan los valores seculares, el fulgor inicial, la satisfacción inmediata, lo son todo. El amor es traducido como «romance», y cuando éste muere, ¿qué queda? Nadie ha enseñado a la gente joven que el amor y la vida consisten precisamente en dar y construir, y por ello la tendencia predominante es abandonar el esfuerzo y partir en búsqueda de una satisfacción inmediata en otro lugar. En otra cama. En otros brazos, en otros besos. Es la búsqueda utópica del amor según nuestros conceptos.
Por supuesto, la búsqueda necesariamente debe fracasar porque ninguna experiencia nueva está destinada a durar. Muchos, incluyendo cristianos, creen que empezar una nueva relación con otra persona todo irá mejor, cuando es todo lo contrario: Si no supimos construir piedra a piedra nuestro matrimonio a través de los años para que perdurara al tiempo, no lo podremos hacer con una nueva pareja. Al poco tiempo todo lo que parecía hermoso y delicioso volverá a ser rutinario y aburrido. Y es cuando viene la culpa y la famosa pregunta: ¿Es esto lo que yo quería? ¿Para esto me volví a embarcar en esta relación?
El comprender a fondo este principio podría ser la diferencia entre la miseria matrimonial, o algo peor, y una vida entera de felicidad conyugal. El matrimonio cristiano ha sido cuidadosamente elaborado para transitar de la inspiración inicial a una inspiración aun más profunda, y no al desengaño. Las leyes de separación conyugal durante el periodo de menstruación constituyen sólo uno de los ejemplos de ello: en vez de permitir que la intensidad degenere en familiaridad cansada, las fases de separación generan una nueva inspiración que hace que el sentimiento mágico nunca se marchite. Eso fue lo que el Señor previó cuando, en las leyes levíticas se ordena que mientras la esposa esté en su ciclo menstrual no hay que tocarla (sexualmente), para que, después de ese estado, todo vuelva a la normalidad con nuevo fuego, con nueva pasión y con nueva experiencia. Pablo lo amplía: “no se separen, a menos que sea para la oración, y esto, si están de acuerdo”. Lamentablemente hoy muchos matrimonios se están “separando” no para orar sino para ver su televisión, sus redes, sus amigos, sus vicios y sus propios gustos. Y qué decir de aquellos que se separan por el amor a un perro. O el perro o yo. El secreto está en saber diferenciar si lo que tenemos es romance o verdadero amor.