Mateo 5:13-14 “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya para nada sirve, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar…”
Antiguamente la sal no era un condimento para darle sabor a las comidas. Cuando nosotros, los que estamos de este lado de la historia leemos este texto nos confundimos creyendo que Jesus está hablando aquí solo de darle “sabor” a la vida, no solo la nuestra pero también la de los no creyentes.
No me voy a meter en ese criterio. Lo que quiero tratar aquí es de algo que Jesús y sus discípulos entendían muy bien y que no necesitaba de tanta explicación. Porque sencillamente ellos, habitantes de Judea, Jerusalem y el resto de aquel mundo hebreo sabían de memoria: Que cuando llevaban sus sacrificios al Señor en el Templo, los sacerdotes tenían que tener sumo cuidado en extraer toda la sangre del cordero o del animal que estaban a punto de sacrificar como expiación por sus pecados. Dios no permitía que se hiciera un sacrificio con sangre. Recordemos que después de sacrificar al animal, el sacerdote repartía la carne entre los que lo ofrecían y para él mismo, por lo tanto, no debía tener nada de sangre. Ni una gota. Nada que sonara a esa palabra. “No comeréis carne con sangre” era la orden.
Todo porque en la sangre está la impureza más profunda del ser. En la sangre circulan bacterias, microorganismos, microbios y toda clase de contaminantes que producen daño al cuerpo. Ademas, la vida está en la sangre. Y, en el caso místico de la ecuación, también en lo espiritual. Por lo tanto, había que extraerle toda la sangre al animal próximo a ser puesto en el Altar del sacrificio.
Allí entraba en función la sal.
La sal tiene la cualidad de extraer toda la impureza de la sangre que está en la carne. Es decir, cuando un trozo de carne es salado, o como se llama en ese estado, “salazón”, la carne poco a poco se va quedando seca. En Guatemala le llaman cecina. Es una carne totalmente seca. No pierde sus proteínas ni beneficios, pero sí se queda sin nada de sangre que es lo que la descompone con el tiempo. Los vaqueros de los primeros siglos de los Estados Unidos, acostumbraban llevar en sus alforjas una buena cantidad de esta carne seca para sus alimentos. La llamaban Beef Jerky. Todavía la venden en los supermercados de aquel país y en otras partes del mundo moderno.
Bueno, entrando en materia, Jesús le dice a sus discípulos: “Ustedes son la sal de la tierra”. ¿Que nos quiso decir a nosotros los del tercer siglo con esas palabras? Ustedes, cuando se acerquen a alguien que no es cristiano, sin saberlo, su sola presencia hará que esa persona “saque” las impurezas de su interior. Pueda ser en palabrotas de rechazo, maldiciones, insultos o burlas. Todo porque si ustedes, son sal, que no ha perdido su sabor, ellos sentirán que su sola cercanía les produce algo interno que no les agrada. Así que no se extrañen cuando les rechacen, cuando les traten mal, cuando digan toda clase de mal por causa de la sal que llevan dentro. Porque así como la sal extrae todo lo malo de la sangre del animal del Altar, así ustedes sacarán de dentro de los incrédulos sus impurezas y ellos no sabrán explicarse por qué ustedes no les gustan.
Pero el otro efecto de la sal es que puede perder su sabor. ¿Cuando sucede eso? Si yo mantengo buenas relaciones sociales con los incrédulos, si les agrado, si celebro sus chistes y sus pláticas profanas, si participo de sus jolgorios y sus fiestas vulgares y carnales, si soy el chistoso de la fiesta, si cuando yo llego todos se alegran y nadie se siente mal ante mi presencia…¡cuidado! Es señal que ya he perdido mi sabor. Y viene la consecuencia: Cuando quiera invitarlos a la Iglesia, ellos simplemente se reirán de mi. Se burlarán de mi invitación. Si me ven orar en algún momento, ellos me pisotearán con sus burlas y bromas de mal gusto, todo porque antes me han visto celebrando sus carnalidades. Ya no sirvo para invitarlos a la santidad. No me creerán para nada, todo porque en algún momento participé de sus fiestas y sus tragos.
Lo mismo sucede con la luz. Si mi luz se ha apagado en algún momento social, si ya no alumbro los pecados ajenos, si mi luz ya no revela la verdadera conducta interna y diabólica de mi círculo social, esa luz ya se ha apagado. Sencillamente la he escondido debajo del almud y estoy listo para ser motivo de burlas y desprecio.
Eso lo entendieron los discípulos de Jesus en su tiempo…¿y nosotros? ¿Los evangélicos del tercer siglo? ¿Seguiremos creyendo que nosotros le damos “sabor” a los demás para que se sientan bien? Nada más lejos de la verdad: Nosotros tenemos que hacer sentir mal a los que no creen en Jesús como Señor y Salvador. Aunque les caigamos mal. Es la sal. Así de fácil.