Mario Vega / Pastor General Misión Cristiana Elim
Durante mi primera infancia la Policía Nacional entró a casa para darle una golpiza a mi abuelo. Nunca supe por qué sucedió eso, yo era muy pequeño y lo único que comprendí fue que era por razones políticas. En casa no se hablaba sobre el tema, el silencio era como una manera de proteger al abuelo. Mi siguiente memoria es la de la Guerra de las Cien Horas. Recuerdo los aviones hondureños siendo correteados por los salvadoreños sobre nuestras cabezas. Algo parecido volví a vivir en 1972, durante las tensas horas del levantamiento militar en el Cuartel El Zapote por el fraude en las elecciones presidenciales de ese año. Yo estaba observando por la ventana cuando vi bajar en picada un avión de la Fuerza Aérea. A los pocos segundos fue el bombazo que me hizo retroceder instintivamente al suelo. Muy rápidamente volví a asomarme a la ventana y todo estaba lleno de humo y polvo. El proyectil había dado justo sobre una de las almenas del cuartel insubordinado. La rendición de los rebeldes se produjo rápidamente.
Para las siguientes elecciones presidenciales, en 1977, pude ver en el Parque Libertad a los bomberos lavando la sangre de las aceras después del violento desalojo del 28 de febrero. Las aguas sanguinolentas corrían hacia la cloaca. Minutos después, camino a mi trabajo, fui atacado a tiros por las fuerzas del orden que no distinguían entre opositores y transeúntes. Vi caer a dos o tres personas. Una de ellas, una señora con su delantal de comerciante que cayó acribillada a mi lado. En otra ocasión me vi en medio de otro tiroteo en la ciudad, en el Cementerio General. El haber tenido la reacción inmediata de tirarme al piso sin pensarlo me permitió sobrevivir varios minutos bajo fuego cruzado hasta que fue posible salir de la zona ileso. A la altura de 1979 cinco de mis compañeros de la universidad habían sido asesinados. Eso sin contar con los otros cientos de personas asesinadas con quienes no tuve mayor relación. La ofensiva general de enero de 1981 me encontró en Santa Ana, la ciudad de mayor impacto real y simbólico de la jornada. De nuevo las calles se llenaron de humo y polvo. Logré hacer dos o tres viajes sacando personas civiles de la zona de combates hasta que ya no fue posible entrar de nuevo. Después, la guerra continuó sin pausa dejando a su paso el estimado de 75,000 muertes que todos sabemos.
Los acuerdos de paz de 1992 fueron recibidos con cantos y muchas esperanzas de un nuevo amanecer. Pero entonces comenzaron los secuestros, ahora ya no por motivos políticos sino solamente por codicia humana. Continuaron los grupos de exterminio y posteriormente cobraron fuerza las pandillas hasta que llegamos al actual sangramiento como el país más violento del planeta. En toda mi vida no he sabido lo que es vivir en un país en paz. Generaciones de salvadoreños no hemos sabido lo que es la tolerancia y el respeto a las opiniones de el otro. Mi caso, lastimosamente, no es una excepción curiosa, sino la vivencia común de millones de salvadoreños; de nuestros abuelos, nuestros padres, nuestros hijos. ¿Lo será de nuestros nietos? ¿Cómo pueden los niños y los jóvenes conocer las virtudes de la paz si la misma les es una experiencia desconocida? Ahora nosotros somos los mayores, a nosotros nos corresponde legarles la paz.