En las últimas décadas varios investigadores se han dado a la tarea de estudiar el crecimiento de las iglesias evangélicas en Latinoamérica. Autores como D’Epinay, Bastian, Cox, Chesnut y Gill concuerdan en que las iglesias se convirtieron en comunidades que dieron acogida a las personas que se sentían intimidadas por la agresividad de las ciudades o por la pobreza del campo. Estas personas desorientadas encontraron en las iglesias el espacio donde pudieron reconstruir lazos de aceptación, amistad y pertenencia. Recuperaron la comunidad que perdieron por la descomposición de la ciudad o por el desplazamiento del campo hacia la ciudad. Sin duda que una de las virtudes de las iglesias evangélicas es que ofrecen espacios de participación, expresión, ascenso, respeto, liderazgo y pertenencia. El hecho de llamarse “hermanos” es algo que va más allá de un formalismo para convertirse en una relación que, con frecuencia, suple a la de las familias rotas por las migraciones.
Uno de los ingredientes del caldo de cultivo de la violencia es la pérdida del tejido social. Los desencuentros entre “civiles” y miembros de pandillas o sus familiares han roto las relaciones comunales. Donde anteriormente se socializaba, ahora reina la desconfianza y la mutua sospecha. Un comentario inadecuado dicho a la persona incorrecta puede revertirse, en el mejor de los casos, en una amenaza o, en el peor de los casos, en la muerte. La sentencia del “ver, oír y callar” es la expresión más abyecta de ruptura social que se pueda concebir. Ante ello, las iglesias tienen un reto formidable a partir de su probaba capacidad para rehacer el tejido social en donde se ha perdido. Lo que con tanta habilidad las iglesias han logrado a su interior ahora deben proyectarlo hacia el exterior, hacia las comunidades.
En los lugares donde hay mayor presencia de pandillas es donde se producen los niveles más bajos de escolaridad, donde mayor cantidad de jóvenes guardan prisión y mayor número de personas emigran. Una manera en que las iglesias pueden reconstruir el tejido social en tales ambientes es fomentándolo en los niños y jóvenes que tan entusiastas asisten a sus actividades. Con la enseñanza del respeto mutuo y la resolución no violenta de conflictos se puede formar generaciones con valores diferentes a los actuales. Esta acción puede extenderse a la comunidad proyectando actividades fuera del edificio de las iglesias para alcanzar áreas deportivas, la escuela o las mismas calles de la comunidad. Los cristianos deberían asumir posiciones de responsabilidad en las directivas comunales o crearlas donde no existan. Todo con el fin de ilustrar cómo la unidad de propósito es esencial para obtener beneficios para el vecindario. Se puede ir un paso más adelante y organizar campañas de saneamiento u otras. También pueden trabajar con los adultos para que el respeto y la tolerancia que se vive en la iglesia se pueda extender al hogar, a las relaciones con los vecinos y al trabajo. En esto, también juegan un papel muy importante los predicadores, quienes en lugar de usar un lenguaje para confrontar y ofender podrían utilizar un lenguaje compasivo y tolerante. La verdad puede por su mismo peso y se gana mucho más por la exposición de las razones de la verdad que por el ataque hiriente al error. Se pueden modelar conductas positivas y reconciliadoras que alcanzarán a otros, más que con las palabras, con la evidencia de una vida pacífica.