Joab y Abisai. Dos valientes guerreros pertenecientes al ejército invicto de David. Dos hombres ejemplares. Fieles en su servicio. Fieles a su llamado. Hombres de guerra. Hombres valientes y esforzados. Hombres que no se amilanaban ante nada ni ante nadie, excepto ante su rey. Hombres obedientes a su misión. A su monarca. Fieles a sus principios. Hombres de virtud. Hombres curtidos en batallas y vencedores en todas ellas. Por algo estaban al frente de los ejércitos del rey David. Eran sus hombres de confianza. Eran sus mejores valientes forjados allá en la cueva de Adulam cuando el episodio más triste en la vida de David se cruzó en sus caminos.
Ahora están ganando las batallas a favor de su señor el rey David. Pero ha llegado el momento más crítico en la vida militar de estos dos valientes: los ejércitos enemigos son grandes y poderosos. Los arameos, acérrimos enemigos de Israel han sido comprados como mercenarios por el rey de Amòn que despreció un favor de David. Ahora han entrado en batalla. Joab sabe que solo no va a poder vencerlos. Son numerosos y poderosos. Conoce sus limites. Sabe hasta donde puede resistir sin perder una batalla. Sabe que aunque es un vencedor, todo vencedor tiene un talón de Aquiles. Y èl conoce el suyo. No ignora que sus fuerzas son limitadas y que en algún momento necesitará la ayuda de alguien. Y es cuando expresa unas palabras que muy pocas veces escuchamos decir a los “grandes” de nuestra época:
2 Sam. 10:11 “Y dijo: (a su hermano Abisai) Si los arameos son demasiado fuertes para mí, entonces tú me ayudarás, y si los hijos de Amón son demasiado fuertes para ti, entonces vendré en tu ayuda”
¿Qué tenemos aquí? Aquí tenemos un general poderoso en batallas. Un general condecorado con cinco estrellas que goza de la total confianza del rey David para pelear sus batallas. Pero este general nos sorprende cuando en este episodio nota que sus enemigos son numerosos, poderosos y quizá un poco más fuerte que èl. No confía en su criterio. No confía en sus fuerzas, sus medallas ni sus títulos. Pide ayuda a su hermano. Solicita una mano amiga que lo ayude a pelear esa confrontación. Le pide a otro general que lo auxilie en caso de necesidad. Joab sabe que el tiempo pasa factura no solo en los pensamientos sino también en las fuerzas. Ya no es el joven oficial intrépido del principio. Ahora es un general galardonado con sus medallas pero también las fuerzas le están abandonando. No confía en èl mismo. Si lo hiciera pone en riesgo la vida de sus hombres y la deshonra de su señor David…
Todo lo contrario que hacemos los pastores.
¿Por què cuando un pastor ya tiene sus medallas de honor y su congregación lo galardona con sus títulos, sus ofrendas y diezmos ya no pide consejo cuando tiene frente a èl enemigos que pueden llegar a vencerlo? ¿Què hace que un servidor del Rey de reyes pierda las batallas contra los vicios, la pornografìa, el adulterio y la codicia de bienes materiales? ¿Què sucede para que un pastor de “experiencia” caiga en situaciones de vergüenza y humillación ante los ataques del enemigo? Estas preguntas tienen su respuesta: Están solos. Se creen valientes. Se creen todopoderosos ya que sus títulos, sus medallas y diplomas certifican que ya no hay más batallas que pelear, por lo tanto son omnímodas, se creen con derecho a todo, que ya tienen a Satanàs bajo las plantas de los pies y que este les hace los mandados…
Nada mas peligroso que un siervo del Señor que no tiene a quien acudir en busca de consejo. Nada más expuesto a la derrota que un pastor que no pide ayuda cuando el pecado ronda por su cabeza amenazando no solo su salvación, su ministerio y la vida espiritual de sus ovejas, además de traer deshonra al Señor que lo ha llamado a su servicio.
Es curioso, queridos amigos, pero la mayoría de las veces esto les sucede a pastores con unos años de servicio en la Iglesia. A mayor edad en el ministerio mayor autoconfianza y por consecuencia, más soledad en sus vidas dando por resultado final la más grande derrota en sus batallas. Creyeron que no necesitaban a alguien que les ayudara a pelear, a batallar, a interceder por ellos, a rendir cuentas, a cobijarse bajo una cobertura de protección y el epílogo de un brillante ministerio pastoral o apostòlico es la vergüenza y la humillación de un divorcio, de abandonar a la mujer de su juventud y a sus hijos e irse tras la mujer que lo atrapó desprevenido, confiando en sus propias fuerzas y su propio criterio. Se han visto pastores que cuando su congregación ya es numerosa empiezan a caer en vicios escondidos, hechos vergonzosos que hacen que sus esposas y familia más cercana pierdan la fe en Dios, pierdan la confianza en otros pastores, pierdan el rumbo y dejan sus creencias a un lado por culpa del hombre que vive bajo su techo con una doble vida. Son los que se creen tan grandes que son intocables por Satanas que anda rondando a ver a quien devora.
Joab nos da una gran lección a los que estamos en el ministerio, pero también a los que están sentados en las sillas de las congregaciones. A esos hombres y mujeres que piensan que porque el pastor hace ciertas “cosas” y no le pasa nada, ellos también están autorizados a hacerlas sin pagar las consecuencias. Son los hombres y mujeres que andan solitarios peleando con sus propias fuerzas sus batallas escondidas con el adulterio, la fornicaciòn, licor y otras bajezas más. Son los que en la iglesia cantan coritos, levantan las manos, dicen amén a la prédica del pastor pero en lo interior de sus corazones luchan y pelean contra los deseos escondidos que los invitan a irse a otros brazos, por correr a otra cama, por esconderse en un cine a ver películas que despiertan su lujuria y pecaminosidad.
Es cierto; pelean, batallan y luchan, pero solos. Creen que con eso es suficiente y caen rendidos y vencidos, avergonzados ante el Señor que desea santidad en sus vidas. Son los hombres y mujeres incapaces de pedir ayuda a otro hermano o hermana, a otro que les apoye, que les de una mano si estuvieran a punto de caer heridos por el pecado. Incapaces de humillarse y dejar ver que son mortales, hombres y mujeres como todos nosotros, débiles en algún momento aunque tengan fortalezas admirables.
Necesitamos hoy más que nunca, amables lectores, imitar al General Joab. Utilizar su estrategia militar para poder estar seguros que regresaremos a casa en la noche peligrosa de nuestra existencia con la frente en alto. Con la satisfacción de haber vencido la batalla que amenazaba nuestra seguridad familiar, financiera y espiritual, y sobre todo, rendirle a nuestro Rey Jesus el informe de haber ganado una batalla más para su Gloria. Porque a nuestro lado estuvo otro general ayudándonos, que hubo un Abisai en quien pudimos confiar nuestra debilidad sin temor al què dirán, sin el orgullo de que nos vieran con temor de perder, que nos vieran que como humanos también tenemos miedos, que nos aterrorizan ciertas amenazas del Diablo, que no podemos solos y por lo tanto buscamos a Abisai para que nos apoye en nuestras debilidades.
No puedo terminar sin antes citar el verso 12: Joab le dice a Abisai: “Esfuérzate, y mostrémonos valientes por amor a nuestro pueblo y por amor a las ciudades de nuestro Dios; y que el SEÑOR haga lo que le parezca bien.”
¿Qué opinan, amigos?
EXCELENTE ARTICULO PASTOR NOS AYUDARA MUCHO