El ser humano está dotado de una voluntad propia y eso le hace ser responsable de sus decisiones y actuaciones. El sentido común le hace prever que cualquier actuación que riña con la ley le puede llevar a cosechar consecuencias desagradables. La previsión del castigo, la censura pública y la conciencia interna le pueden disuadir de realizar acciones incorrectas. Pero, al mismo tiempo, el ejemplo de los demás es un elemento que ejerce influencia en sus decisiones. Esto ocurre no solamente en niños y jóvenes sino también en adultos. El filósofo Emmanuel Kant enseñaba sobre este tema argumentando que cuando los hombres actúan en conjunto y en el ámbito de los movimientos de masas, muestran sus verdaderas disposiciones nativas, porque en estas acciones concurrentes no están reprimidos por la opinión pública ni por leyes humanas que limitan las acciones individuales, y no sienten una responsabilidad personal inmediata por lo que hacen.
El problema es que esas acciones concurrentes suelen ser más negativas que positivas. La naturaleza de las personas tiende con mayor facilidad al mal y existe una propensión a cohesionarse para lo destructivo que para lo solidario. Es más frecuente que los seres humanos se confabulen en grupo para incendiar, atacar y destruir que para apoyar las causas nobles. En ello se combina la natural inclinación al mal con la desinhibición que el ámbito de la acción colectiva brinda. Esto explica por qué puede existir excesiva crueldad en las acciones violentas de las pandillas. Ellas muestran lo que realmente es el corazón humano. Aunque haya niños o jóvenes dentro de ellas que posean conceptos de lo justo y lo correcto, al lado del grupo, no renunciarán a una ventajosa agresión hacia otro más débil o vulnerable solamente porque ella sea incorrecta. Si nos preguntamos si ellos no se dan cuenta del mal que hacen, la respuesta es que no se sienten directamente responsables. Al tomar decisiones colectivas o al ejecutar violencia de grupo su responsabilidad es disminuida y no se ven como autores de una atrocidad. La acción adopta un sentido impersonal y se percibe como un hecho de la fatalidad que no tiene relación directa con su voluntad o decisión personal.
La manera de corregir tal conducta destructiva es fomentando en los niños y jóvenes los factores de protección. Uno de los más importantes es el que tiene que ver con la formación de valores. En la medida que a un niño se le dota con las herramientas para hacer frente a las frustraciones e inequidades de la vida poseerá más elementos que le permitan tener un criterio personal, capaz de disentir con el grupo. La voluntad debe ser entrenada para colocar las reacciones instintivas bajo el dominio de la racionalidad. Eso implica un proceso educativo que debe ir desde la infancia hasta la juventud. Una mención esporádica del tema de los valores no producirá los frutos que se necesitan. En esto, también se debe tener presente que los valores no se adquieren por una enseñanza conceptual sino cuando se modelan con el ejemplo de las personas que rodean al niño. Las definiciones y las ilustraciones no tienen el impacto que sí posee un ejemplo, especialmente si el mismo es parte del entorno del menor. De allí que el papel de la familia resulta determinante; ella puede forjar un carácter responsable o anular las recomendaciones positivas que otras personas pudieran ofrecer. Todo comienza y termina con la familia.