2 Sam. 12:3-4 “Pero el pobre no tenía más que una corderita que él había comprado y criado, la cual había crecido junto con él y con sus hijos. Comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su seno, y era como una hija para él”
Y era como una hija para él…
Hermosa descripción de lo que es una ovejita… como una hija…
Esto me abre una ventana para poder visualizar un escenario: Un padre tiene una niña. Es la luz de sus ojos. Su amada y linda criatura a quien cuida con un esmero especial. Juega con ella, se entretiene con sus gracias infantiles, la lleva de la mano al kinder y en el camino van platicando de cosas de niñas.
Cuando se cae, se apresura a levantarla y sobarle sus rodillas y le seca sus lágrimas de dolor. Sufre cuando ella sufre y ríe cuando ella ríe. En las noches quizá la arropa en sus brazos para llevarla a su cama a la hora de dormir. Le cambia sus pañales cuando lo necesita y en los momentos de fiebre, se queda con ella cerca de su cama para evitar que el sudor moje su almohada.
A la hora de sus comidas, su padre se esmera en que se alimente adecuadamente dándole en la boca sus alimentos para nutrirla para que crezca sana y saludable.
Cuando le dejan deberes en la escuela él se sienta a su lado para guiarla en el manejo del lápiz y para ayudarla a colorear sus dibujos para que se gane el premio que ofrece la maestra. Y, cuando le presenta su primer dibujo de como lo ve a él, no se burla de ella sino le aplaude para darle ánimos y hacerle saber que lo hizo muy bien, colocándolo en un marco en su escritorio para que ella vea que él aprecia su regalo. Su ovejita disfruta del amor incondicional de su padre. Se siente protegida, amada y cuidada. En su mundo, no le hace falta nada. Su papi le llena su corazón haciéndole ver que la vida es hermosa, que no tiene problemas en su órbita y que todo gira alrededor de ella. No necesita llorar para que le atiendan. Le conocen sus más mínimos gestos y le complacen sus deseos más insignificantes.
Para ella su padre es el modelo perfecto del amor. Sus brazos fuertes no le dan miedo porque sirven para protegerla y acunarla con ternura. Para su ovejita, ese hombrón fuerte y grandote no es motivo de miedo sino de cuidado. Sabe que la ama y la cuida como algo frágil. Y su padre la ve así. No la ve como una mujercita sino como una tierna y dulce niña… Es su pequeña. Su niña mimada. Su ovejita dulce y tierna. Es un ser necesitado de amor el cual él le da en abundancia.
Pero, oh, destino de la vida… “Vino un viajero” (vv.4).
Un joven pasó frente a la casa en donde vivían el padre y su pequeña niña ahora convertida en una señorita. Estaba en la flor de la vida y el viajero no resistió la tentación de verla de cerca, de hablarle, de insinuarle palabras que ella nunca había escuchado de labios de nadie más. Su padre siempre le había hablado con amor y ternura, y el viajero le habló lo mismo. Ella confió en que ese hombre iba a tratarla como lo había hecho su padre abnegado y respetuoso.
Como confiaba ciegamente en su padre y en su trato hacia ella, creyó que ese viajero la iba a tratar igual, o mejor. Que al igual que en su hogar, ese viajero la iba a considerar también su ovejita, que la iba a tratar con ternura y cuidado. Que sus brazos fuertes y varoniles iban a protegerla y acunarla cuando sufriera algún dolor. Pensó que sus manos masculinas iban a secar sus lágrimas cuando llorara por algún motivo. Creyó que cuando la nostalgia llegara a su vida, ese viajero la iba a comprender y le hablaría palabras de ternura. Esperaba que cuando la fiebre llegara a su cuerpo él estaría con ella para secarle su frente y ofrecerle un vaso de agua para apaciguar sus dolores… La niña pensó que al igual que su padre había hecho con ella cuando era su ovejita y se tropezaba con algún obstáculo del camino él la levantaba con cuidado y le hablaba palabras de aliento, el viajero iba a hacer lo mismo. Creyó que iba a escuchar las mismas palabras y recibir el mismo tierno cuidado. Creyó que también el viajero iba a observar sus más mínimos gestos para concederle sus deseos sin necesidad de hablar o pedir…
Ese viajero fue usted, mi querido lector. Fue usted quien sacó a la ovejita tierna y protegida del Padre Celestial del hogar en donde creció y se la llevó para tenerla a su lado.
Y ahora la pregunta es: ¿Cómo está usted tratando a esa tierna y preciosa hija de Dios? ¿Está usted haciendo lo mismo que hacía él cuando estaba bajo su cuidado? ¿O la mandó a trabajar largas horas bajo la dirección de un jefe déspota y abusivo para que pagara sus propios gastos, dejando usted de suplir para sus necesidades? ¿Está usted secando sus lágrimas cuando el dolor la hace llorar o la insulta y le pone sobrenombres insolentes? ¿Son sus brazos de hombre valiente los que la acunan y la arropan cuando hace frío o los utiliza usted para provocarle miedo y terror? ¿Utiliza usted sus manos para acariciarle sus mejillas cuando está triste, o las utiliza para golpearla y sangrarle el alma? ¿Cómo le habla: con ternura o con gritos?
Ustedes y yo estamos en deuda, caballeros: Estamos en deuda con Dios porque la creó en el vientre de su madre para que le diera vida. Estamos en deuda con su madre que soportó dolores y ansiedades cuando iba a nacer. Estamos en deuda con sus padres que la cuidaron y la protegieron para que un día la tuviéramos a nuestro lado. Estamos en deuda con ella misma porque confío en que nosotros, los “viajeros” la íbamos a tratar con el mismo respeto y cuidado que la trataron en su niñez.
¿Cómo estamos tratando a esa tierna y preciosa ovejita del Padre? Porque debemos tener presente una famosa pregunta que el Padre nos hace a través de Malaquías: ¿Qué hiciste con la mujer de tu juventud? ¿Qué respuesta vamos a dar, estimados caballeros…?