La violencia contra la mujer que se ejerce en los hogares es una trama compleja que no se comprende plenamente hasta que se tienen en cuenta todos los elementos que intervienen. A las personas víctimas de maltrato no les resulta fácil romper con el ciclo violento y necesitan apoyo y acompañamiento. En un país tan creyente como el nuestro, las iglesias deberían ser las comunidades de apoyo que las víctimas necesitan. Pero, con demasiada frecuencia, no brindan la orientación y el cuidado que podrían. Por el contrario, añaden dificultades adicionales para escapar del maltrato conyugal. Por una interpretación errónea del evangelio o por simple tradición religiosa las mujeres pueden llegar a pensar que desobedecen a Dios si hablan la verdad con su pastor, ya no se diga si hacen una denuncia legal y, mucho peor, si se divorcian de un hombre que pudiera llegar a hacerles mucho daño.
La enseñanza de que el hombre es la «cabeza» del hogar, sin tener en cuenta el contexto de lo que eso significa, puede ser interpretada como que la mujer debe aceptar con resignación a su pareja cualquiera sea el trato que le propine. Así, el evangelio que debería ser buenas nuevas para la mujer maltratada, paradójicamente, podría conducirla a experimentar mayor dolor. Pero hay que tener en cuenta que el pacto matrimonial ya ha sido roto cuando ella es sometida a abusos y, mucho más, cuando su integridad física o su vida son amenazadas. El matrimonio no es un contrato de propiedad y tampoco de control. No es la voluntad de Dios que una mujer sufra abusos y golpes; la violencia doméstica puede ser mortal, no debe tratarse como algo sin importancia. La preservación de la familia no es algo que deba alcanzarse a cualquier costo; para que la familia en realidad sea tal debe estar libre de golpes y amenazas. Si no se le da a la mujer el apoyo que necesita puede terminar por resentirse con Dios y con la iglesia y, no hay que olvidar que los hijos pueden también culpar a Dios de que sus madres sean por él obligadas a permanecer al lado de un maltratador. La combinación de esos elementos no constituyen de ninguna manera algo que pueda llamarse familia y que valga la pena ser preservada a precio de dolor o muerte.
La oración y la fe en que Dios es poderoso para cambiar a cualquier hombre no debe separarse de los recursos que pueden conducir a esa transformación, como la consejería pastoral y los instrumentos de ley. Si todo ello no es suficiente, la separación o el divorcio son opciones que no se deben descartar. Preservar la vida es más importante que preservar un matrimonio encubridor. Con ello, se puede rescatar a los hijos de un hogar violento para prevenir que reproduzcan las mismas condiciones en sus respectivas familias. La mujer puede recuperar el respeto por sí misma y la autoridad sobre sus hijos; rompe la dependencia insana y aprende a valerse laboralmente para ser independiente y construir un proyecto de vida mejor. Recupera la relación con sus familiares, sale del aislamiento y lleva una vida satisfactoria sin tener que pedir permiso o sentir culpa y miedo. De esta manera, la iglesia será consecuente con su trabajo redentor para ayudar a las mujeres maltratadas a encontrar el camino de salida a la violencia que las ata.