Lev. 24:3-4 “Fuera del velo del testimonio, en la tienda de reunión, Aarón las dispondrá para que ardan desde el anochecer hasta la mañana delante del SEÑOR continuamente… Mantendrá las lámparas en orden en el candelabro de oro puro, continuamente delante del SEÑOR”
En el campamento de los israelitas en el desierto todo está oscuro. Los sonidos del silencio llenan el ambiente. No hay nadie más que esté despierto, todos están aún descansado en los albores de un nuevo día.
En las tiendas del pueblo todos duermen. Los lideres del pueblo aún no despiertan para recibir las instrucciones de Dios que tiene para ellos. Hay silencio por todo el lugar. Las estrellas cubren el firmamento y la tenue luz de la luna ilumina con su pálido resplandor las tiendas que están alineadas según sus órdenes.
Un hombre camina en silencio. Solo lo persigue su sombra y se nota que apresura sus pasos para dirigirse al Tabernáculo en donde mora la Presencia de Dios. Tiene una misión que cumplir. Una obligación impuesta por el Dios que los ha libertado de la esclavitud de Egipto. Lleva ya varios años haciendo lo mismo: Limpiar el candelabro, reponer las mechas y quitar el hollín que se ha acumulado durante la noche en los brazos de la única luz que ilumina el Lugar Santo.
En ese lugar no hay nadie más, solo un silencio que sobrecoge el alma. Frente a él están las pieles que cubren el otro Lugar. Es en donde está la Shequinà. La Presencia Viva y Vibrante de Dios. Pero no puede entrar ahí hasta que llegue el tiempo que Dios ha ordenado. Mientras tanto, el hombre tiene que hacer lo que se le ha mandado: Mantener el candelabro limpio y lleno de aceite para que no falte la luz en el Lugar Santo y por ende, en el campamento. Es necesario eso para que el pueblo sepa que allí está Dios. Que pueden invocarlo en cualquier momento y para sentirse seguros de que Èl los cuida durante el día y durante la noche. Por eso pueden dormir tranquilos. Por eso pueden descansar. Porque hay Alguien que vela por ellos.
Y es el sacerdote Aaron el encargado de mantener el fuego encendido. Para eso fue nombrado sacerdote del pueblo. Es su deber y él lo sabe. Cada día, a la misma hora, sin pretexto alguno no debe dejar de hacer lo que se le ha pedido. El pueblo depende de su servicio a Dios para que la Presencia Divina no los abandone.
Y ya casi al final de su vida, han sido cuarenta años haciendo lo mismo. Día tras día, madrugada tras madrugada. No han valido pretextos, enfermedades ni cansancio. Nada ha detenido a este hombre que en silencio, sin buscar aplausos ni cámaras de televisión ni reportajes o entrevistas de los medios ha estado cumpliendo su obligación. Nunca lo vemos pidiendo algún premio. Nunca lo vemos exigiendo prebendas ni privilegios. Nunca lo vemos esperando diplomas cada fin de año ni ovaciones especiales. Nunca lo vemos esperando reconocimientos humanos.
Lo único que ha hecho durante todos estos años es obedecer. La cama no lo ha detenido. El aburrimiento no lo ha detenido. El cansancio no lo ha detenido. La luz de las lámparas es su prioridad para mantener la luz encendida en el Tabernáculo de Dios.
Hay hogares que están en oscuras. No hay luz de Dios en esos ambientes a veces violentos, llenos de abuso y vicios escondidos. La Luz del Señor ha sido apagada por la ignorancia o descuido de un hombre que en lugar de levantarse cada madrugada a invocar el Nombre del Señor para él y su familia, prefiere quedarse dormido hasta que el sol y el calor molestan.
Su esposa mantiene la duda de si realmente se ha casado con un sacerdote del hogar. Con un hombre que en la iglesia ostenta un privilegio frente a todos y que se toma selfies con los jóvenes y señoritas de la congregación pero en su casa es un inútil para doblar rodillas en la soledad de la madrugada para mantener el fuego encendido como se nos ordena a los hombres de casa en Lev. 6:12.
Ese es el dolor más grande que una familia puede sufrir. No tener en su casa un hombre que cumpla con su deber sacerdotal y se ocupe en primer lugar de mantener la Luz de la Palabra, de la Presencia de Dios en sus ambientes para que todos vivan en paz, para que siempre haya pan en la mesa y trabajo que rinda para su sustento. Porque aunque los mismos pastores no lo enseñan, en la Palabra esta escrito y no lo podemos obviar. Por muy pastores que seamos, es nuestro deber que en nuestras cuatro paredes, en silencio, día tras día, madrugada tras madrugada nos presentemos ante el Señor para invocar Su favor sobre nuestras casas. Para protección y ejemplo de nuestros hijos y para la tranquilidad de nuestras esposas.
Ver a un hombre que deja el calor de las sábanas para esconderse en lo secreto de la intimidad de su vida espiritual, sin hacer ruidos que despierten a los demás, que se incline ante la Majestad del Cielo y ponga su corazón como leña en el Altar de su oración, es lo que Jesús ordena. “Mas tú, cuando ores, cierra la puerta y ora en secreto…” No esta hablando de la oración congregacional. No. Es la oración privada. La que nadie escucha sino solo Èl. La que ni la esposa que duerme a pocos metros de su lugar secreto escucha. Porque no es para impresionarla. Es para cubrir su hogar, su casa, su vida y su ministerio.
Así hizo Aaron todos esos cuarenta años. Así hizo Jesús los años que estuvo en la tierra. Y es lo que se espera que hagamos nosotros que nos llamamos “pueblo santo, real sacerdocio…”. ¿No les parece?