Deuteronomio 32:49 “En aquel mismo día, habló el Señor a Moisés, diciendo: Sube a estos montes de Abarim, al monte Nebo, que está en la tierra de Moab frente a Jericó, y mira hacia la tierra de Canaan, la cual doy a los hijos de Israel en posesión. Morirás en el monte al cual subes, y serás reunido a tu pueblo, así como murió tu hermano Aarón sobre el monte Hor, y fue reunido a su pueblo”
El camino es escarpado. Las rocas hieren sus manos cuando se agarra a ellas para lograr subir paso a paso hasta la cumbre del monte. Ciento veinte años a cuestas no son fáciles de cargar hasta esa cumbre. Sus sueños oníricos se harán trizas cuando llegue al final. Sus emociones son un torbellino de tristeza, amor, pasión y quizá algo de desilusión.
El amor como el cóndor desgarra el nido que lo alberga. Y aun cuando vuele, deja siempre las huellas de sus garras en el nido abandonado, porque de todas las pasiones, es el amor el que más hondamente penetran en los raigambres del alma. El hombre es un deseo perpetuo, inagotable. La vida es una aspiración insaciable. Y ese deseo y esta aspiración hacen uno solo, cuando el rayo del amor los funde. Las águilas heridas arrastran el ala como las palomas. Así las grandes almas tocadas por el dardo del amor se hacen débiles como las almas enamoradas. El amor rompe la vida y todos los amores no bastan a unirla luego. No se sueldan las alas de las águilas. Una vez rotas, ya no hay manera de volver a volar aunque el infinito azul del cielo invite a hacerlo.
El anciano es un águila del desierto. Sus alas están a punto de quebrarse y va subiendo paso a paso cansinamente a reunirse con el Amor que lo enamorò un dìa. Subirá y sabe a qué va: a dejar de lado sus sueños. Sus quimeras. Sus ilusiones y sus esperanzas de entrar y caminar por la tierra que se le prometió hace un tiempo. Solo verá de lejos esa quimera inalcanzable. Los cantos de sirena que mantuvo en su alma se apagarán pronto.
Y es que amar a Dios es peligroso. Es peligroso porque cuando Èl lo indique, hay que subir a su Presencia y dejar todo. Dios no admite competidores especialmente en su amor. Así sea padre, madre, tierra, hijos o sueños. O títulos por alcanzar. O matrimonios por realizar. O hijos por tener. Nada tiene que tener más importancia que Èl. No tendrás amores ajenos a Mì, había dicho en su decálogo. Y Moisés lo sabe. Sabe que lo que más ama que es entrar a la Tierra que fluye leche y miel le ha sido vedada. Por el otro amor que ha llenado su alma durante esos cuarenta años en su caminar. Ese amor que se incrustó en lo profundo de su ser y que ahora lo reclama para tenerlo con Èl. Pero para eso debe abandonar todo. Todo lo que significó lágrimas dolor y sudor. El erudito Pablo lo dijo con otras palabras: Con tal de alcanzar a Aquel que me alcanzó.
Y lo mismo espera el Señor de usted y de mí. Que cada dìa subamos al monte de nuestro lugar secreto a reunirnos con Èl y hablarle de nuestras cuitas, de nuestros anhelos y deseos. Pedirle, quizá, por enésima vez, que nos permita alcanzar aquello por lo que tanto hemos luchado. Por un matrimonio libre de problemas. Por una hija que llega de madrugada con olor a tabaco y licor, por un hijo que se ha enrolado en las pandillas y cuya vida corre peligro cada vez que sale a la calle. Que nos alcance el sueldo del mes. Que logremos cancelar esa deuda que nos asfixia el alma. Que aquella pasión juvenil que toca las puertas de nuestro corazón no regrese. Que no marquemos el número en el celular que nos pondrá en peligro de adulterar.
Cada vez que el Señor nos llama a reunirnos con Èl en nuestro monte íntimo, Èl espera que dejemos allí todo lo que anhelamos. Que no hay nada más que nos interese sino estar con Èl, sin ataduras, sin grilletes que nos impidan levantar nuestras manos en señal de rendición.
¿Cuànto tiempo pasó esta águíla del desierto preparando su partida? ¿Cuántos besos repartió entre su familia antes de partir? ¿Cuántos adioses expresó a sus íntimos amigos? ¿Cuántos amigos cercanos tuvo que abandonar y subir solo el monte de Dios?
No lo sabemos. Lo que sí creo es que este líder de una nación en el desierto dejó todo cuando llegó el momento en que fue llamado a la cita de su vida. No con una tierra sino con el Hacedor de la tierra. Entonces, queridos lectores: ¿què de extraño tiene que lo mismo se nos pida a nosotros? Ya antes vivió ese gigante llamado Moisés que cumplió con el requisito ordenado por el Amor que llenó todo su horizonte. Y, así, con sus alas rotas, con sus sueños e ilusiones rotos, arrastrando sus ciento veinte años, subió la cuesta más importante de su vida.
Ah, pero hubo un joven de treinta y tres años que también subió otro Monte. El Monte de la Calavera en donde también cumpliò el llamado de su Padre. Pero de Èl hablaremos otro dìa.