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lunes, noviembre 25, 2024

Abraham

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Tengo la bendición de vivir en una zona alta de la ciudad, a orillas del Volcán de San Salvador. Mi disciplina me exige que todos los días salga a caminar para mantener en buena salud mi corazón que tanto me sirve. Necesito ponerlo a trabajar duro para que bombee con suficiente fuerza la sangre y arrastre el colesterol y todo lo que se pueda acumular en las arterias. Y en la zona donde vivo hay una pendiente que sube aterradoramente para mis fuerzas hacia la orilla del volcán en donde empieza su frontera.

Cada mañana que salgo a subir esa pendiente con mi esposa y nuestro perrito, el resuello me hace detenerme por momentos para reponer fuerzas. Mis rodillas reclaman el esfuerzo. Mis músculos de las piernas se recalientan hasta hacerme sentir que hay brazas encendidas dentro de ellos. Mi pecho se inflama dolorosamente reclamando más aire. Y siento que el oxígeno que inhalo no es suficiente para hacerme sentir cómodo.

El sudor empieza a brotar de mi frente estorbando mis ojos. Jadeo. Sufro. Me falta el aire. Mi cuerpo quiere parar pero mi mente quiere seguir. El ángulo de subida es espantosamente duro. Me digo que al regreso todo será mejor porque iré en bajada. Pero por el momento mi esfuerzo casi me hace desear no haber empezado esa fea subida.

Y así, día tras día. Mañana tras mañana.

Y pienso en aquel hombre que le pidieron que subiera a un monte a sacrificar a su hijo. Él no subió el monte por deporte. Era muchos años mayor que yo pero se mantenía en óptimas condiciones como para agregarle ejercicio a su corazón. Él lo subió por obedecer a Aquel que le había pedido algo que tenía muy dentro de ese corazón: su hijo amado.

A su edad, ¿Cómo sería subir esa cima tan empinada del monte Moriah? ¿Cómo sería haber salido de madrugada para obedecer lo que se le ordenó? Agreguémosle el sentimiento de pérdida que tenía en su interior al pensar en que su hijo iba a morir degollado. Agreguémosle que su esposa Sara no sabía nada y su edad ya no estaba para sorpresas de esa clase. Agreguémosle que su alma desfallecía con cada paso que daba en esa empinada cuesta. ¿Cuántas veces se detendría para tomar aire y fuerzas para seguir? ¿Cuántos pensamientos de querer regresar a la comodidad de su tienda y abortar ese esfuerzo pudo haber tenido?

Abraham, el padre de la fe es un vivo ejemplo para todos aquellos de nosotros que deseamos servir al Dios que lo sacó a él y a nosotros de nuestra zona de confort. Y es que servir y amar a ese Dios es peligroso. Peligroso porque pide cosas que nos duelen en el alma. Cosas que han estado allí, enraizadas por años. Pegadas como calcomanías bien adentro de nuestro corazón. Amar y servir a Dios requiere esfuerzos grandes de fe, de energía y de negación. Requiere abandonar la cama cada mañana cuando el sueño es más grato y el cuerpo se niega a ir a ese monte secreto a doblar las rodillas y platicar con Él para que nos hable en la intimidad del lugar.

Como Abraham subiendo el Monte Moriah, nosotros también debemos subir esa cuesta de fe. Ir a ese lugar oscuro en donde solo la Luz de su Presencia se puede percibir. Cerrar los ojos aun estando en oscuras. Poner la cabeza sobre las manos en actitud de humildad y presentarse ante el Amo confesando nuestros pecados y debilidades. Sentir la vergüenza de haberle fallado. Sentir el temor a que nos haya abandonado.  Permitir que su bisturí corte nuestro corazón y degollé nuestros más oscuros secretos. Servir a Dios requiere inteligencia y conocimiento que ante El no somos nada, que Él lo es todo. Servir y amar a Dios requiere dejar todo. Amigos, padres, hermanos, esposa e hijos con tal de cumplir con sus demandas de amarlo solo a Él.

Amar a Dios no es nada fácil. Hay que subir esa cuesta que nos deja sin aliento y cada vez que levantamos la vista se hace más y más empinada. Esa es la fe. La fe de Abraham fue firme pero humana. “Padre, ¿en dónde está el cordero para el sacrificio?” le preguntó Isaac al anciano que nunca quizá quiso escuchar esa pregunta. Porque “el cordero eres tú, hijo querido” quiso decirle. Pero tuvo la certeza de algo mejor: “Dios proveerá, hijo” fue la respuesta con su último aliento…

Yo subo la cuesta del Volcán y regreso con menos peso. Abraham subió la cuesta del Moriah y bajó con su hijo. Y con su Dios. Y con su fe. Y con su victoria.  Entonces, queridos lectores: ¿Es fácil amar y servir a nuestro Dios? No. Pero es maravilloso verlo actuar a nuestro favor. Atrévase. Verá grandes milagros y portentos. Es cierto, lo dejará sin aliento, pero valdrá la pena.

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