1 Sam. 15:33 “…Y Samuel despedazó a Agag delante del SEÑOR en Gilgal”
Obedecer los mandamientos del Señor no es nada fácil. Bueno, la verdad es que Rashì nos ha enseñado que no son mandamientos. Son encargos. Y todo para que nos vaya bien. Pero como nuestra naturaleza está caída, nadie quiere que le vaya bien. Continuamente buscamos el peligro y es donde sufrimos las consecuencias de nuestras malas acciones.
Y, como Saúl, muchas veces perdemos el rumbo y las bendiciones que el Señor tiene para nosotros. Claro, somos muy buenos para justificarnos. Pero no hay excusa mis amables lectores, no hay excusa. Desde que nuestros padres Adán y Eva comieron del árbol prohibido hemos estado siguiendo esas huellas. Nos comemos el fruto prohibido cada vez que tenemos oportunidad.
Un adulterio, una mentira, un engaño, un robo y muchas cosas más. Eso fue lo que provocó que Saúl perdiera el reino. Era un regalo de Dios para su vida pero él no quiso ceñirse a las condiciones divinas. Y ahora Saúl es el prototipo del soberbio y arrogante que no quiso ser el hombre que Dios quería que fuera.
¿Y qué de nosotros? Estamos en iguales condiciones. Bendito Jesús, como dijo Pablo, que nos justifica y nos perdona a cada instante. De otra manera quizá Dios ya se hubiera ocupado de nuestras vidas.
Sin embargo tenemos algo que hacer: acabar con el Agag que vive dentro de nosotros. No darle oportunidad de que viva y estorbe nuestra relación con Dios. Ese Agag que vive tan tranquilo dentro de las cavernas de nuestra alma. Tal como estaba en los recintos del palacio de Saúl, cuando lo mandó traer Samuel, pensó que era para invitarlo a cenar. Iba contento, feliz de haber sobrevivido a una batalla en donde el pueblo de Israel había acabado con mucha gente, él había salvado la vida. Y ahora el profeta más grande de Israel lo envía a llamar. Su sonrisa no cabe en su rostro. Sus ojos brillan de emoción. Y en sus pensamientos lleva el optimismo de que el peligro ya había pasado. Si el rey lo perdonó, cuánto más el profeta.
Pero se equivocó. Samuel lo espera no con una taza de té sino con su espada en mano y en un par de líneas la Biblia declara una acción valerosa y valiente que tuvo que impresionar a todos los que estaban observando la escena. Porque se necesitaba una fuerza inaudita y violenta para despedazar a un hombre. Nosotros lo leemos por sobre el papel, pero la acción tuvo que ser todo un espectáculo. Ver al profeta cortar en pedazos a un ser humano como si fuera un trozo de madera. Verlo lleno de ira y emoción, con sus manos agarrotadas al mango de su espada destruyendo al hombre que había ofendido al Dios de Israel. Lo que Saúl no quiso cumplir, Samuel lo hizo para agradar a su Dios y darnos el ejemplo de lo que se nos pide a nosotros.
En la Escritura dice algo así: “Acabarás con Amalec totalmente. Destruirás todo lo que tiene. No lo dejarás con vida. Y este mandamiento será por generaciones”.
Pero seamos francos: no lo hemos logrado. Amalec sigue vivito y coleando, Haciéndonos la vida imposible. Sus emisarios todavía nos hacen doblar las rodillas convirtiéndonos en sus esclavos.
Es ese programa de televisión que no veríamos en compañía de otros hermanos. Son esas pláticas que no tendríamos en la iglesia. Es esa mirada lujuriosa que le damos a la señora que pasa frente a nosotros, el chisme que quema nuestras bocas, el odio y el rencor en el corazón de la esposa que no se siente amada por su hombre, el dolor escondido de haber sido abusada desde niña y ahora tiene miedo a amar. Agag sigue destruyendo sueños, ilusiones y esperanzas. Agag sigue dañando nuestra fe en los demás cuando logra que nos traicionen, que nos causen dolor y amarguras.
Necesitamos entonces, como Samuel, tomar la espada afilada de la Palabra para despedazarlo. Para hacerlo añicos y liberarnos de ese peso que nos agobia. Cortar en pedazos ese mal que nos asedia a cada instante. Estar vigilantes ante la amenaza de esos sentimientos de rechazo, de rencor y elitismo. En una palabra: Agag está presente aun en las sillas de las iglesias esperando a dar el zarpazo para dañar nuestra reputación y testimonio. Tenemos que ser valientes y forzarnos como Samuel, a no tener misericordia ni empatía con ese poder maligno que busca como destruirnos.