En los últimos meses una guerra silenciosa se ha estado desarrollando en nuestro país. No posee frentes definidos, no tiene partes de guerra y solo sabemos de ella por la estela de víctimas que deja. Tomemos para ilustración un día: el domingo 28 de abril. En un lapso de 24 horas dos agentes de la Policía Nacional Civil y tres soldados fueron asesinados en diferentes puntos del país presuntamente por miembros de pandillas; por otra parte, en la misma fecha, tres jóvenes perfilados como miembros de una pandilla fueron sacados de sus viviendas por hombres vestidos de negro y asesinados con armas de fuego. Con ello, se alcanzó un total de 14 agentes y 10 soldados asesinados en lo que va del presente año. Del lado de las pandillas, no hay manera certera de precisar la cantidad de ejecuciones. A estos hechos hay que agregar la aparente tranquilidad que se vive en los vecindarios y que es presentada como un logro en materia de seguridad. No obstante, la suma de los indicios hace sospechar que algo anómalo está ocurriendo.
Es evidente en la situación actual que la rivalidad mortal entre las tres principales pandillas ha pasado a un segundo plano. Cada una de ellas ha consolidado el control de su territorio y las otras no están tan interesadas en disputárselo como en enfocarse en la guerra contra el enemigo común. Pero este conflicto demanda un poder de fuego mayor para hacer frente al adversario. Para obtener esas armas se necesita de más dinero, aumenta la extorsión y se fortalecen las redes de contrabando de armas. La disminución de las denuncias por extorsión no es indicativa de una reducción del fenómeno sino resultado de la eficacia de las amenazas mortales, la infiltración de la PNC y el desencanto en la eficiencia investigativa. Se llegó a esta situación como resultado de la aplicación de una política que le apostó a la fuerza como eje central en el tema de seguridad y al abandono, por razones electorales, de planes serios de prevención de la violencia. El conflicto se vislumbra solo cuando se producen repuntes llamativos. Mientras tanto, los ciclos de venganza se profundizan y el desprecio hacia la condición humana del adversario va royendo la moral generando violaciones sistemáticas de normas elementales de derechos humanos. Se carcome el Estado de derecho.
En este conflicto no puede haber ganadores, todos saldremos perdiendo. La situación debe ser cortada de la manera más pronta posible y eso reta a dar un golpe de timón en el tema. El viraje debe ser valiente y consistente, con toda responsabilidad, aun cuando vaya en contra del sentimiento popular que demanda exterminio. Ese es el precio que los políticos deben jugarse a fin de romper con el péndulo mortal. De no jugárselo el conflicto se volverá endémico provocando más migración, más descomposición social, más pobreza, más hogares rotos y más niños proclives a engrosar las pandillas. A final de cuentas, el caudal electoral se perderá de todas maneras; después de mucha sangre. Hemos llegado a la hora de las grandes decisiones, cuando las grandes almas deben mostrar compasión al mismo tiempo que firmeza. Compasión hacia los pobres que mueren en la locura de este conflicto y firmeza para dar los pasos que se necesitan aun cuando no sean populares. Pasado el tiempo las personas comprenderán y reconocerán a aquellos que priorizaron los intereses de la población. Eso es rescatar lo que significa ser un servidor público.