Génesis 30:2 “Dame un hijo o me muero”
El ser humano casi nunca está satisfecho con lo que tiene. Siempre quiere más. Hay una tendencia a ver lo que tiene el otro para querer lo mismo aunque no le sirva para mucho o para nada.
Una membresía a un club exclusivo. Un rancho en la playa. Una noche de hotel en un lujoso centro deportivo. Carro nuevo. Trajes de tantos dólares y corbatas de seda de última generación. O que decir de la última tarjeta de crédito negra que le abrirá puertas que nunca cruzará.
Son las cosas que atrapan el alma insatisfecha. El problema es que para lograrlo hay que endeudar el alma, cuerpo y corazón. No importa el costo. Yo lo quiero y qué. Además es mi “pisto” y puedo tener lo que quiera. Craso error, lectores, craso error.
Eso fue lo que sucedió con nuestro amigo Jacob. El hijo de Isaac y Rebeca. Siempre había crecido en un hogar en donde vio todo eso en su madre. Indudablemente era el pan de cada día ver como Rebeca lograba sus “cositas” quizá derramando una que otra lágrima para ablandar el corazón de su esposo. Cosas de mujeres dirá usted, pero en el fondo la manipulación, según la Biblia, es hechicería. Es brujería pura. Disfrazada de llantos y escenas de tristeza fingida pero brujería nata.
Jacob llega a la casa de su tío Labán. Lo primero que vio fue la belleza indiscutible de su prima Raquel. Era de hermoso rostro y figura juvenil. Impacto su corazón con una sola mirada de sus lindos ojos. Su piel, tersa como la seda. Sus manos femeninas y su sonrisa de plata reluciendo quizá unos dientes perfectamente alineados. Como toda buena oriental, su cabello negro como el azabache caía en cascadas sobre sus hombros. Femenina cien por ciento. Una obra de arte salida de las Manos del Creador. Todo eso creo que fue lo que Jacob vio y pensó. Desde ese momento solo hay una meta en su vida: tenerla. Si para eso hay que empeñar su libertad, no importa. Vale la pena. Lo importante es que sea mía y de nadie más. Incluyendo a su papá.
Así que hace el trato que ya sabemos. Solo que hay que trabajar duro para lograr ese deseo. Y lo logra. No importa el sudor, yo quiero esa “cosa” que vi en la vitrina. Deseo tener lo que siempre he soñado. Partirse el alma con tal de tener ese hombre o esa mujer a mi lado no es nada. El fin justifica los medios. Así pensò Jacob. Lo único es que el día de la boda se la cambia. Pero no importa. Logré lo que quería. Así que ahora Jacob está satisfecho. Solo que ya en el matrimonio empiezan los problemas: Raquel empieza a pedir cosas. A pedir más y más. Son esas cositas escondidas en muchos corazones en donde anida la insatisfacción. Es ese deseo desmesurado por tener lo que siempre se ha deseado. Empieza la esposa a presionar a su esposo para que le conceda lo que tanto ha soñado. Se endeuda pero allí la vamos pasando. Las cosas pierden su valor cuando ya las tiene porque ahora quiere lo otro. Es un hambre que no se logra controlar. Y, como es la esposa predilecta, aunque Raquel no le da hijos, es la consentida de Jacob. Pide lo que quieras que yo bajaré la luna con tal que está contenta.
Raquel es estéril. No da hijos. Pero no importa. La amo así y todo. En cambio Lea sí le da prole. Lo alegra con sus hijos pero siempre hay un rincón para su querida Raquel aunque no aporte nada al matrimonio. Escuchemos en lo privado hablar a Jacob con Dios: “Sí, gracias por darme hijos con Lea Señor, pero yo prefiero a Raquel”
Así que aquí vemos un matrimonio, como me dijo alguien, viviendo “una burbuja” de felicidad, porque llegó un momento que Raquel pide algo que Jacob no puede darle. Nos lo dice Génesis 30:1 “Viendo Raquel que no daba hijos a Jacob, tuvo envidia de su hermana, y decía a Jacob: Dame hijos, o si no, me muero. Y Jacob se enojó contra Raquel, y dijo: ¿Soy yo acaso Dios, que te impidió el fruto de tu vientre?” Lo que yo leo entre líneas cuando éste le responde a su petición es: Lo lamento, Raquel, lo que me pides solo Dios te lo puede dar. Yo ya trate de satisfacer tus demandas, pero con esto has llegado muy lejos. Lo que pides se escapa de mis posibilidades. Lo siento. Pídele eso a Dios.
¿Qué tenemos aquí? Una esposa que empezó a pedir cosas pequeñas. Nimiedades. Y el esposo amante y complaciente se las daba. Lograba a toda costa mantenerla contenta. Satisfecha. Pero no contaba con que la satisfacción sea asunto interno. Nunca se sacia. Y Jacob nunca le enseñó a su amada esposa que hay cosas que no siempre se logran con dinero sino con oración. No le enseñó que el esposo más esforzado y amante es tan humano como su esposa. Tan limitado y necesitado de ayuda como ella. No le enseñó a depender de Dios sino de él. Y eso lo llevó al estallido emocional y hepático que leemos en su respuesta. No somos Dios, queridas hermanas. No somos Dios. Nunca lo olviden para no asfixiar a sus esposos con sus demandas personales e íntimas.