La migración es cuestión de vida o muerte para muchos. Es salvar su vida o la de sus hijos, la posibilidad de prosperar, de tener una calidad de vida que les permita vivir, más que sobrevivir. Migrar de forma ilegal es la arriesgada decisión diaria de cientos de salvadoreños. Vemos y leemos a diario el drama humano de compatriotas en su intento por llegar a Estados Unidos y el de otros miles que luchan por obtener o mantener un estatus legal que les permita establecerse.
Anhelar una mejor oportunidad no es el problema, lo complejo de la migración es cuando esta se hace transgrediendo la soberanía de un país, de sus leyes, disposiciones y fronteras. No vamos a negar que los países ricos y favorecidos tienen la obligación moral de ofrecer una ayuda digna a aquellos que buscan en sus fronteras protección, provisión y una vida digna que no encuentran en su propio país. De hecho, en la Ley del Dios dada a Israel en el Antiguo Testamento, vemos mandatos específicos de acoger, amar y alimentar al forastero, de bendecirlo con la provisión que el Señor les había dado como nación, recodándoles que ellos también habían sido forasteros en la tierra de Egipto.
No obstante, tampoco debemos olvidar que los gobiernos han sido establecidos por Dios en una nación para proteger la vida y la dignidad humana, para castigar el mal y para promover el bien de sus habitantes, no de los de las otras naciones. A manera analogía podemos decir que un gobierno es como un padre de familia que tiene la responsabilidad de velar por el bienestar y la provisión de sus hijos, no de los hijos de su vecino. Por ello, por controversial que pueda parecer en nuestros días, debemos entender que las políticas anti migratorias no pueden ser vistas como una agresión hacia el migrante; sino que son más bien medidas que adopta una nación para garantizar a sus habitantes empleo, salud, educación, seguridad, entre otros; antes que a extranjeros y forasteros.
Lo que sí es absolutamente condenable y de ninguna manera defendible o aceptable, son los abusos, el trato inhumano, la burla, el sarcasmo y la falta de dignidad con la que muchos países prósperos tratan a los refugiados que tocan sus puertas. Al faltar a la dignidad y el bienestar de un ser humano estamos atentando contra la imagen de Dios que hay en esa persona; en tales casos es necesaria la intervención de aquellos organismos que promueven los derechos humanos, para velar por ellos y defenderlos.
Pero todo esto no constituye el verdadero problema de la migración. El problema no son los migrantes ni los gobiernos que no quieren recibirlos; son los países que no promueven condiciones dignas para que sus ciudadanos puedan prosperar y vivir con seguridad y estabilidad. El problema de la migración en El Salvador radica en las malas decisiones y la falta de planificación histórica de los gobiernos de turno, que han traído como consecuencia problemas graves y estructurales en términos de seguridad, distribución de la riqueza, desarrollo, salud, educación; entre otros.
Ante todo esto surge la pregunta ¿Qué podemos hacer como iglesia? ¿Qué postura tomar ante la migración y sus continuas y diversas expresiones de dolor? En primer lugar, debemos hacer nuestra parte en la construcción de un país conforme al orden establecido por Dios. El Salvador lo construimos todos los agentes de la sociedad: el gobierno, la familia, la iglesia, la educación, empresa, etc; y cada uno debe trabajar, en el lugar y en la esfera de autoridad que Dios le ha otorgado. No nos confundamos, a la iglesia no le corresponde gobernar ni generar políticas públicas, nos corresponde proclamar el evangelio de Jesucristo, predicar la esperanza. De la iglesia debe emanar la ética del evangelio que debería vivirse en el gobierno y en las familias salvadoreñas para que se desarrolle la vida justa que todos anhelamos.
En segundo lugar, debemos ser, de manera activa, la conciencia de las autoridades y de la sociedad para que el orden que Dios estableció se cumpla en nuestro país: defender la vida desde la concepción, el matrimonio entre hombre y mujer, la propiedad privada, el derecho y responsabilidad a la educación y oponernos a toda ideología que estorbe el progreso del evangelio.
En tercer lugar, estamos llamados a orar e interceder por nuestra nación, por nuestros gobernantes y todos aquellos que están en posición de autoridad y toma de decisiones.
Sin duda alguna hay cambios estructurales que nuestro país necesita de forma urgente: tener una mejor distribución de las riquezas, mayores y mejores oportunidades de empleo, mayor seguridad, un mejor sistema de salud, mejor educación, que se cumplan las leyes, que se respete la institucionalidad, que se castigue al culpable; que todos los agentes de la sociedad procuren la justicia renunciando a la codicia.
Sin embargo, no podemos obviar que debido al pecado en el ser humano, ningún gobierno tendrá la capacidad de establecer en El Salvador esa justicia perfecta que todos anhelamos, sino que la veremos hasta que Jesucristo venga por segunda vez, en los cielos nuevos y la tierra nueva, la ciudad “donde mora la justicia” (2 Pedro 3:13). Hasta entonces y mientras esperamos su regreso, procuremos obrar justamente en El Salvador, trabajemos unidos como iglesia en la construcción de un país conforme a lo establecido por Dios, en el que todos queremos vivir.