2 Sam. 12:26-28, y lo desafió: «Reúne, pues, ahora al pueblo que queda, y acampa contra la ciudad y tómala».
David ha estado cometiendo errores en su reino. Ha cometido varios pecados contra natura, hizo pecar a Bethsabe, mata a su esposo y provoca la muerte del niño que nació de esa relación. Mientras tanto, su general Joab está en el campo de batalla, peleando contra los enemigos de Israel, cosa que debió haber hecho el rey. Sin embargo, este se queda durmiendo plácidamente en su palacio provocando el caos que después dañaría tremendamente su vida, su familia y su reino. Hasta este momento vemos a un rey prepotente. Autosuficiente y caprichoso.
Pero afortunadamente cuenta con un amigo que lo exhorta a portarse varonilmente. Y le exige que cumpla con su deber de general del ejército. Lo desafía a hacer lo correcto. Lo impulsa o lo despierta de ese letargo de pecado e indiferencia por las cosas de su reino en el que ha caído. David tiene un verdadero amigo. Joab pudo ponerle su nombre a las ciudades conquistadas, pero es un hombre fiel a la amistad del rey. Es un hombre que le guarda no solo respeto sino admiración a pesar de sus imperfecciones. David tiene un verdadero amigo. El que lo ama en todo tiempo.
Es algo que muchos de nosotros los pastores necesitamos. Lógicamente, para que esos amigos se nos acerquen con la confianza de poder decirnos la verdad de nuestros hechos, necesitan recibir la confianza adecuada de parte nuestra.
Ese no es el caso actualmente.
Lamentablemente nosotros los pastores de hoy nos creemos intocables. Nos sentimos en la cima del éxito personal como para aceptar que cometemos errores. No solo doctrinales a veces sino de conducta social. Eso ha causado un mal testimonio ante los incrédulos y ante aquellos que esperan una pequeña viga en el ministerio de algún líder o pastor para lanzar diatribas contra el Evangelio que en realidad no tiene nada que ver. Somos nosotros los culpables. Todo por falta de verdaderos amigos. Amigos que se atrevan a desafiarnos a buscar la oración, la santidad y la entrega que todo pastor debe tener para beneficio de su congregación y de su propia vida.
¡Cuántos adulterios se habrían podido evitar si al menos un amigo del pastor adúltero hubiera tenido el valor de corregirlo! ¡Cuántas historias de desfalco financiero en la Iglesia de Cristo se hubieran evitado si al menos un diácono o ayudante pastoral se hubiera atrevido a decirle al pastor que no era correcto que se adueñara del dinero del pueblo!
¡Cuántos pastores serían más empáticos con sus ovejas si al menos alguno de sus protectores le diría que se baje de su trono de marfil y le dé cita a quienes buscan su consejo! O ¡Cuántos hombres no habrían abandonado a sus esposas e hijos por irse del hogar con su amante si algún valiente le hubiera dicho al pastor que cuidadora detenidamente a sus miembros!
Pero no es la realidad presente. Muchos de nosotros no aceptamos que nos corrijan. Es más, aun nos enojamos con artículos como este porque alguien se atreve a señalar esas deficiencias en el ministerio pastoral.
Realmente necesitamos amigos como el que tuvo David. No digamos un profeta que no tuvo pelos en la lengua para hacerle ver su pecado, pero también un amigo que nos despierte a la realidad, al compromiso que hemos adquirido ante Dios y la comunidad para hacernos cargo de cuidar no solo al rebaño que Dios nos ha encomendado, sino también nuestra propia vida espiritual, nuestro hogar, nuestros hijos y nuestro matrimonio.
Muchos divorcios pastorales se hubieran evitado quizá si un valiente como Joab le hubiera hablado al pastor que estaba navegando en el filo de la navaja y que estaba poniendo en riesgo no solo el Nombre de Jesús, sino la seguridad celestial de muchos asistentes a su congregación.
Necesitamos amigos como el que tuvo David. Necesitamos más Joab dentro de nuestro círculo de aduladores, rémoras y cargadores de biblia o del maletín, o de los que nos abren las puertas del carro cuando llegamos a la Iglesia.