Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio… piadoso y temeroso de Dios con toda su casa… y oraba a Dios siempre” (Hechos 10:1-2).
Son cosas que no nos explicamos pero que siempre están presentes. A veces nos acosan sin darnos cuenta. Otras veces parece que estamos repitiendo la historia de nuestros padres. Otras veces son asuntos que nos llegan sin previo aviso y mueven nuestra zona de confort.
Cornelio estaba orando al Dios del que había escuchado hablar quizá a sus sirvientes. Y se atrevió a pedir un milagro. Y Dios lo escuchó. Habló con Pedro y usted sabe el resto de la historia. Sucedió el milagro que Dios visitó a los gentiles llenándolos con su Espíritu Santo. Todos estaban sorprendidos. Los sabios y teólogos de Jerusalén llaman a Pedro para que rinda cuentas que está haciendo en la casa de un gentil. Ellos no aceptan que los gentiles sean hechos hijos de Dios. Para ellos, solo los judíos eran eso. Siempre habrá oposición para quienes aman a Dios. Siempre habrá veneno para evitar que Dios cumpla sus promesas. Pero ante las evidencias de Pedro, terminan por aceptar que Dios ama a todos por igual. Esa es nuestra esperanza. Aunque no nos comprendan, sabemos que Dios sí nos entiende.
En Génesis sucedió algo que también nos impacta. El jardín era un lugar bello. Hermoso y delicioso. El Señor puso allí al hombre para que lo labrara y lo cuidara. Nace Eva. Ahora los dos están disfrutando de su hogar lleno del favor de Dios. Pero en las sombras acecha alguien que nadie invitó. Llegó sigilosamente. A escondidas. Esperando el momento de introducir en ese matrimonio su veneno mortal para lograr su cometido: Separarlos de su comunión con Dios. Romper la armonía entre ambos. Que se culparan entre sí. Ese enemigo del matrimonio no tolera que la pareja goce de su intimidad. Que gocen de sus bendiciones. El muy ingrato no quiere ver matrimonios felices ni en paz. Siempre tratará de romper la amistad. Unas veces lo logra, otras no. Pero no nos confiemos. En algún lugar de la casa está agazapado esperando el momento de dar el mordisco que inocule su veneno. Es la serpiente. El enemigo.
Esto nos enseña, matrimonios, que en todo huerto hay una serpiente. Hay un ser que nos está espiando para ver a quién de los dos le inyecta su veneno para que empiece una pelea que destruya su relación, que abra una brecha entre la pareja y Dios. Puede ser cualquier cosa. Una insignificancia como que le puso mucha azúcar al café. O mucha sal a la comida. O porque se tardó mucho tiempo usando el baño. O porque no le respondió el beso de buenos días. O porque la esposa duerme abrazada a su almohada en vez de abrazarlo a él. O porque él ronca mucho.
No entendemos esas necesidades individuales de cada uno. Fuimos formados en diferentes cunas y el secreto del éxito en el matrimonio estriba en entender las debilidades del otro y aceptarlas sin más problemas. ¿Qué problema hay en que ella duerma del otro lado de la cama abrazada a su almohada? Se llama la transferencia de seguridad, según Freud: el osito con el que duerme el niño lo hace sentirse seguro porque como el peluche no tiene miedo a la oscuridad, le transmite esa seguridad. Ahora esa niña es la esposa que duerme con su almohada. Pero también puede ser un cónyuge, un padre y otra persona.
La serpiente en nuestro hogar buscará la manera de destruirnos. De separarnos y alejarnos de la bendición que el matrimonio significa. Quiere dejarnos solos. Aislados para poder vencernos. Dejarnos a la deriva. Y aquel dèjà vu que siempre tuvimos de que un día íbamos a quedar solos se cumple. La serpiente solo dio el mordisco y se fue. El veneno hace el resto.
¿Cuál es el enemigo en su vida familiar, la serpiente en su jardín? ¿La ansiedad? ¿El miedo? ¿Una sensación de rechazo? ¿La soledad? ¿El aislamiento? ¿Un pecado secreto?
Pero para eso apareció Jesús. Para destruir las obras del maligno. Contra ese veneno hay un antídoto: La sangre del Cordero. La Mano ayudadora de nuestro amado Jesús. La serpiente no tiene la última palabra. La tiene nuestro Dios. Usted preguntará ¿por qué Dios permite que esa serpiente repte entre los cónyuges y no la echa fuera? Porque está allí para probar nuestro temple. Para que sepamos que solos no podremos contra ella. Que nuestra lucha no es contra carne ni sangre sino contra ese ser ingrato que nos busca desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Que fue dejado en nuestra tierra como aquellas tribus que Israel tuvo que aprender a vencer en su tierra prometida. Solo por eso. Y para eso nos dejó también el perdón. Perdonar es olvidar. El poder del olvido es mejor que el poder de la memoria.