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lunes, noviembre 25, 2024

Tocando el manto

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Mr. 5:28 “la mujer se dijo a sí misma: “si tan solo toco el borde de su manto…”

Flujo ingrato. Tormento en su vida por muchos años. La había dejado sin dinero, sin esperanza y sin hogar. Era un ser anodino. Desconocido para muchos. Despreciada y apartada de la sociedad.

No podía dormir en su cama porque la dejaba inmunda. No podía tocar a sus hijos porque era rechazada. No podía cocinarles sus alimentos porque la Ley lo prohibía. No podía besar a su esposo. No podía entrar al Templo a orar porque los sacerdotes no le daban permiso. Era un ser contaminante.

Ese flujo que manaba de su ser la había convertido en una paria de la sociedad. Andaba errante, cargando a cuestas su némesis que la castigaba por a saber qué pecado de su juventud o en sus ancestros. La enfermedad se había ensañado cruelmente con ella. Todos, al verla se apartaban de su camino por temor a la contaminación ritual. Viva sola.

¿Con quién hablar de sus males? ¿Con quién compartir su triste y amarga historia? Nadie se prestaba para escucharla. Dentro de su corazón anidaba la esperanza que un día, algún día, el Dios de Israel se iba a apiadar de ella y la restauraría a su vida normal. Mientras tanto esperaba la oportunidad de ser escuchada. Ella no era culpable de ser portadora de ese mal. Le había llegado de la noche a la mañana y no se explicaba por qué. Pero allí estaba. Esperando poder abrir su corazón ante alguien que la escuchara, que le prestara un poco de atención. Que le permitiera compartir su historia. La historia de su tragedia. Esperaba ese momento con ansias, como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así, oh, Dios, clama mi alma por ti, era su oración. Si alguien se detuviera en su caminar y le prestara un poco de atención, que se dignara inclinarse ante ella para que en secreto decirle las cuitas que anidaban en lo profundo de su alma. Quizá un día, talvez un día, solo esperar ese día.

Entonces podría besar a sus hijos, volvería a sonreír, volvería a sentir el abrazo cálido y delicioso de su esposo. El sol volvería a brillar en su horizonte y su cuerpo volvería a estar sano, radiante, vigoroso y fuerte para ser útil a aquellos que en estas circunstancias y momentos eran privados de su servicio y compañía.

Entonces volvería a entrar al Templo e invocar el Nombre Sagrado de su Dios. Entonces los sacerdotes ya no le vedarían la entrada al Patio de las mujeres para postrarse y elevar sus oraciones en actitud de humildad y agradecimiento. Entonces volvería a platicar con Dios, volvería a sentir su Presencia cerca de ella. Volvería a sentir ese calor delicioso que solo de la Presencia Dulce y maravillosa del Espíritu puede venir.

Y ese día llegó. Un rabino andaba cerca de su aldea. Había escuchado que hacía milagros. Que cuando él veía a alguien, una corriente de santidad y paz irradiaba de sus ojos. Cuando tocaba a los enfermos estos sanaban. Los cojos andaban y los ciegos veían. Había escuchado a escondidas que ese rabino era un santo. Que con solo tocarlo las enfermedades salían de los cuerpos. Y hoy andaba cerca de ella. No pretendía hablarle porque sus ayudantes no la dejarían. Pero tampoco iba a dejar pasar la única oportunidad que tenía para sanar de su dolencia. Habló consigo misma. Con nadie más podía hablar más que consigo misma. Y lo hizo.  Ella misma se lo dijo a sí misma. Y en ese momento todo su interior se unificó para llevar a cabo lo que ella se había dicho: “seré sana”.  ¿Y qué sucedió? Se atrevió. Rompió todos los protocolos religiosos y legales. No le importó el polvo por donde se arrastraba. Los pisotones, golpes y estrujones. Nada era más importante que hacer lo que se había dicho: Si solo toco su manto. Si tan solo toco sus zitziots sanaré. Algo me dice que puedo y debo hacerlo. ¡Y lo hizo! En ese mismo instante…¡Fue sana!  Ahora sucede algo que no esperaba. El rabino se detiene. Se inclina sobre sus rodillas, la mira con una ternura inexplicable y le hace una declaración que abrió un abismo de confesiones: Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado. ¿Hija? ¿Soy hija de Dios entonces? ¿Soy hija amada entonces? ¿Soy parte de su familia entonces? ¿Ya no soy más huérfana? ¿Ahora tengo un Padre que me sana, que me liberta, que me defiende, que me provee, que me cuida?

Lectores: Ustedes también pueden llegar a ser todo esto y mucho más si tan solo tocan su Manto de Misericordia. Si tan solo se cobijan bajo sus Alas. Sin tan solo lo invocan. Si tan solo confían en Él. Si tan solo le dicen: Jesús, necesito sanar mi pasado, mi presente y mi futuro.

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