“Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer?” Luc. 7:44
El machismo, la ignorancia, la baja moral y aun la animalidad del hombre han provocado que la mujer sea depreciada a su mínima expresión.
El hombre la ha convertido en un puro objeto sexual. Cuando ya no funciona para ese acto que debe ser divino, es desechada y tirada como trapo sucio al rincón del desprecio. Y no hablo solo de los hombres perversos y vacíos del conocimiento de la Palabra de Dios. Hablo de hombres que leen la Biblia, que dirigen los cantos en la Iglesia. De hombres que predican, que hacen temblar a la gente con sus mensajes, que quebrantan corazones y que luego se van a su casa a despreciar a la mujer que prometieron amar.
No estoy descubriendo el agua azucarada. Es el pan de cada día en lo secreto de las cámaras íntimas de muchos hombres que dicen ser siervos de Dios cuando en realidad son siervos de sus bajas pasiones.
Y creo que no hay nada que el Señor desprecie más que un hombre que desprecie a su esposa. Su esposa debe ser el bien más preciado para el hombre que se dice hombre. Su esposa debe estar aún más alta que sus propios hijos. Porque los hijos se irán un día de su lado y harán su propio nido. Pero cuando el hombre cae enfermo, se debilita, se vuelve inútil e improductivo, la única persona que aún permanece su lado (si la merece), será su esposa.
En la historia que Lucas nos cuenta, aparecen tres personas en escena: Jesús, el invitado. Un hombre que tuvo la ocurrencia de invitar a Jesús a comer en su casa. Y una mujer anodina que se atreve a romper con el protocolo social de aquella época. El hombre no cumplió con lo que establecía la cultura de aquellos tiempos. No le había lavado los pies a su invitado al entrar a la casa, algo que debió haber hecho para cumplir con la buena educación. Es decir, para el anfitrión su invitado no era tan importante como para hacer ese acto de bondad. Tampoco salió a recibirlo a la puerta y besarlo, cosa que era necesaria para hacer saber al invitado que era un honor tenerlo en su mesa. Pero este hombre hipócrita no hizo eso para que nadie supiera que compartía su amistad en realidad. Su invitación era un reflejo de su egoísmo y presunción de que supieran que el famoso rabino había estado en su casa. Y, lo más importante, no lo ungió con su aceite personal. Sabemos por Josefo que los ricos de aquella época mandaban a fabricar sus propios aromas para no ser “como los demás”. Cada rico tenía su propia marca de aceite perfumado para darse el tupé de ser singulares. Al no haber rociado a su invitado con su perfume, estaba evitando que cuando Jesús saliera de su casa y dejara una estela con el aroma de ese aceite, todos se dieran cuenta que era amigo personal del fariseo. ¡Muy fariseo, por cierto!
De lejos, una mujer que había sido bendecida por el Señor Jesús con un milagro, se dio cuenta de la falta de respeto hacia Él. Debió haber sentido en su interior una pasión de misericordia al ver el desprecio que hacían hacia el Hombre que solo bien sabía hacer. Debió sentir una explosión no solo de ira, enojo y compasión pero también de profundo amor y respeto por aquel Hombre que estaba siendo despreciado.
Y no lo dudó. Fue a su casa. Tomó su tesoro más preciado, su propio perfume, su valentía y su amor más intenso y corriendo entró sin pedir permiso a la casa del fariseo para cumplir con las reglas más elementales de cortesía hacia una persona que es invitada a compartir un pedazo de pan. Usted sabe lo que hizo. El fariseo se sintió ofendido. Juzgó a aquella mujer como solo los fariseos saben hacerlo. Que es una prostituta, que si es callejera, que si es vulgar, que qué se cree, que es una cualquiera, que no sirve para mayor cosa. Y muchos epítetos más.
El fariseo se metió en un grave problema. No fue su boca la que habló, fue su corazón. Jesús no escuchó su voz, vio el lodazal que había en su interior. Vio el miasma en el que vivía este hombre que leía y hablaba de la Biblia. Porque Jesús vio lo que vio Booz en Ruth. Asuero en Esther. Salomón en la mujer de Cantares. Jesús vio una perla en medio del fango. Vio una rosa en medio del lodo. Jesús vio una estrella en la oscuridad de lo vulgar. Jesús vio un poema en lo corriente. Vio una canción hecha mujer. Vio un océano de amor en los ojos de la despreciada.
Y aquí entramos usted y yo, caballero y querida dama: ¿Que vemos nosotros…?