1 Crónicas 28:8 “De manera que ahora… guardad y buscad todos los mandamientos del SEÑOR vuestro Dios para que poseáis la buena tierra y la dejéis como heredad a vuestros hijos después de vosotros para siempre”
Durante muchos años no tuve la fe de comprarme algo nuevo. No lo cuento para que crean que me estoy quejando de mi niñez y juventud, sino como una base para lo que me interesa tocar en este artículo.
Crecí en una familia de diez hermanos. Mi mamá luchó y trabajó para que no nos faltara comida y cobijo. Ella sola tuvo que hacer malabares para poder llevar pan a nuestra mesa. Fueron tiempos duros. Cinco hermanas y cinco hermanos. Fui el segundo en la fila y tuve el privilegio de estudiar de noche y trabajar durante el día para ayudar en los gastos de la casa. Era lo normal y necesario.
Pero esto provocó en mi interior un trauma: Todo lo que ganaba se iba para ayudar a mi mamá mientras mis hermanos pequeños estudiaban y tenían lo poco que podíamos darles ella y yo. Aprendí entonces desde pequeño a cumplir con mis deberes como “hombre”. Apenas era un adolescente y tuve que pasar por ese rumbo. Ese episodio que duró varios años, impregnó en mí un carácter responsable ante las necesidades del hogar. Luego, por avatares del destino, resulté siendo padre adoptivo de tres niños. Nacieron otros cuatro y no fue raro para mí seguir aportando todo mi salario para el sostenimiento de esos niños. La rueda de la vida continuó forjando en mi interior esa responsabilidad de velar por los demás y quedarme yo de último. Si había, por supuesto. Generalmente no quedaba nada.
A la edad de cuarenta años aproximadamente, casado con la bella esposa que Dios puso en mi camino y conociendo ya al Señor Jesús como mi salvador y restaurador de mi vida, tuve en mis manos por primera vez, ¡por primera vez! un billete de cien Quetzales solo para mí. El Señor tuvo a bien darme una hermosa lección: Él estaba empezando a sanar aquel trauma de que el sueldo lo recibía en una mano y se iba por la otra como siempre decía mi mamá. Solo que ahora que ya las cosas habían cambiado, el dinero se quedaba en mi mano para que lo empezara a disfrutar como fruto de mi labor.
Pero, ¿cómo se gasta un dinero que nunca se ha tenido? ¿En qué se invierte un salario que nunca había sido propio? ¿Cómo se compra uno un estreno que por muchos años ha estado vedado por las circunstancias de la vida? Aquella mañana, solo, sentado en las bancas de un centro comercial en Guatemala, lloré por primera vez de impotencia. Lloré de angustia y de felicidad al mismo tiempo porque por primera vez en mi vida iba a tener el privilegio de disfrutar una parte de mi salario que mi esposa había compartido conmigo.
Hay mucho más que contar, pero basta con este botón de muestra para enseñar algo que está escondido en el corazón de muchos hombres que desde niños fueron obligados por la vida a comportarse como “hombres”: Cuesta ser niño cuando Jesús dice que nos volvamos niños. Es difícil que un varón que ha sido llevado cuesta arriba por la vida, o las necesidades de una familia, nunca ha tenido el privilegio de disfrutar el fruto de su trabajo porque en su casa hay necesidades que cubrir. A ese varón, convertido en un hombre adulto, les aseguro, le será muy difícil comprarse algo para él en momentos de abundancia. El trauma grabado en su interior le impedirá ir a un almacén y con libertad comprarse una buena camisa, un buen par de zapatos o un traje nuevo. No, no es que sea tacaño. Es que no puede dejar de ser aquel varón que siempre ve necesidades que cubrir aunque la fe en el Señor sea buena en otros renglones de su conducta.
Puede tener fe en ayudar a otros. Puede tener fe en solventar necesidades ajenas. Tiene fe para sembrar incluso en el Reino de Dios. Pero no tiene fe en invertir en él mismo. Y aquí entra lo que David le dice a Israel: “De manera que ahora, en presencia de todo Israel, asamblea del SEÑOR, y a oídos de nuestro Dios, guardad y buscad todos los mandamientos del SEÑOR vuestro Dios para que poseáis la buena tierra y la dejéis como heredad a vuestros hijos despuésés de vosotros para siempre” ¿Qué heredad, qué enseñanza, qué ejemplo o qué incentivos le está dejando hoy usted a sus hijos? ¿Qué gusto tienen sus hijos que ya trabajan para disfrutar parte de su salario? ¿Los están haciendo “esposos” de su mamá, por ejemplo?
¿Les están robando su privilegio de ser dignos de su salario desde jóvenes? ¿Les está enseñando a disfrutar sanamente de su privilegio de ser Hijos de Dios quién quiere que disfruten de ser eso, Hijos de Dios? Padres: No mutilen la fe de sus hijos quitándoles todo su sueldo. Dejen en sus manos algo de la cosecha para que vivan vidas plenas y satisfechas de ser ayuda en sus casas, pero no responsables totalmente de ella. El único responsable de proveer totalmente se llama Jesús. Pero el de Nazareth. El que fue a la Cruz por nosotros.