Por Pastor Mario Vega.
El frágil silencio de las madrugadas se rompía en El Paraíso cuando Camila comenzaba a moler los frijoles. Era la señal para que Gustavo, su marido, se levantara también. Más tarde comenzaba el canto de los pájaros, los ladridos de los perros y el cacarear de los gallos. Tanto los cerdos con sus resoplidos como los patos con sus chapoteos completaban el concierto del amanecer. Al filo de las cinco de la mañana Gustavo ensillaba el caballo y salía a trabajar en los frijolares. Camila arrojaba maicillo a los pollos al mismo tiempo que atizaba las brasas para calentar la comida. Los primeros en comer eran los niños, mientras con un garrote Camila amenazaba a los perros que querían arrebatar los platos de la mesa. A eso de las siete de la mañana se iba con otras vecinas a los frijolares a dejarle comida a los hombres.
El Paraíso hacía honor a su nombre: una campiña sembrada de ojos de agua y surcada por un río que formaba tres pozas donde los visitantes que conocían el secreto de la ubicación llegaban a recrearse. La favorita era la de Las Pilas, en donde los niños usaban piedras, ramas y hojas para retener el agua y que la poza fuera aún más profunda. En el lugar abundan los árboles de mango, aguacate, jocote, guayaba, mamey y zapotes. Los vecinos se conocían entre sí y fue un área pacífica por donde no pasó la guerra civil. Pero comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Todo comenzó cuando el autobús de las cuatro de la mañana comenzó a ser asaltado. Ahora las personas tenían miedo de usar el primer viaje para ir a vender sus productos a la ciudad. Después comenzaron a aparecer jóvenes que hacían preguntas sobre otros jóvenes. Eso no provocó sospechas entre los vecinos ya que estaban acostumbrados a las visitas que llegaban al río.
Camila sintió un golpe sordo en su estómago el día que el caballo de Gustavo regresó solo a casa. La señal era presagio que algo grave había ocurrido. Camila avisó a los vecinos y salieron en busca de Gustavo. A medida que el tiempo pasaba, la angustia le cerraba la garganta y le oprimía el corazón. Casi al final del día encontraron el cuerpo tiroteado de Gustavo junto al río.
Todo era un misterio pues las personas del lugar no tenían armas y tampoco tenían enemigos. Las cosas empeoraron solo una semana después cuando un grupo de jóvenes campesinos que jugaban en Las Peñonas, junto a la poza, fue atacado por otros jóvenes que sin mediar palabra comenzaron a dispararles.
Solo escaparon con vida los que pudieron correr a tiempo, otros dos, no lo lograron y resultaron muertos en el incidente. El pánico corrió en El Paraíso. Los sobrevivientes contaban que los que habían disparado eran personas desconocidas. No habían sido vecinos del lugar. Nadie sabía por qué les habían atacado. Desde entonces, las niñas ya no van a lavar a las pozas, tampoco nadie chapotea en el río, las veredas están vacías y los vecinos se acuestan todavía más temprano de lo que solían. Una nube de temor y ansiedad inunda lo que en otro tiempo fue un lugar pacífico y armonioso. Los vecinos no sabían que lejos, en la ciudad, se había desatado la guerra contra las pandillas y que estas habían emigrado con sus códigos hacia el campo. El ver, oír y callar había llegado.