Juan 21:3 “Simón Pedro les dijo*: Me voy a pescar”
Por mi ventana entra el sonido de la hermosa y pragmática canción de Bob Seger “Against the Wind” (Contra el Viento) y me trae a la memoria el episodio de un hombre que vivió la noche màs larga de su vida. Como Bob canta, nuestro protagonista también corría contra el viento.
Es media noche. El hombre no ha logrado conciliar el sueño por lo que hizo días atràs. Cometió el pecado que nunca esperò cometer. Negó a su Maestro. Vio su rostro ensangrentado. Su espalda lacerada por los latigazos romanos. En su mejilla aún colgaba el escupitajo que algún soldado desalmado había vomitado sobre èl.
Había sido advertido de lo que iba a hacer pero èl no se creyó capaz de hacerlo. Pero lo hizo. El gallo cantó y en ese momento la mirada triste y dolorida de su Señor volteó a verle con la ternura y compasión que siempre tenía para aquellos que como èl, su discípulo, hacían cosas que laceraban su alma.
En ese instante, Pedro se dio cuenta que no podía ser lo que dijo que era: Totalmente fiel. Que estaba dispuesto a morir con su Maestro y que su propia vida daría por èl. Mentira. No pudo ni siquiera aceptar que lo conocía. Lo negó miserablemente delante de todos y ahora, en la noche màs oscura de su vida, su alma sangra como el cuerpo de Jesus sangraba en el patio. Y salió a llorar. Se escondió de sì mismo. Se sintió miserable. Cobarde, traidor y mentiroso.
Tres días sin poder dormir. Sin poder comer. ¿Quién puede dormir y comer cuando ha negado la fe? ¿Quién puede dormir y comer cuando alguien ha traicionado los votos matrimoniales? ¿Cuando tenemos en el hospital a un ser querido entre la vida y la muerte? ¿Cuando el hijo está en tinieblas amenazado por la violencia callejera? ¿Quién puede dormir y comer en medio de una crisis financiera? ¿Con un diagnóstico de cáncer terminal? ¿Cuando la esposa abandona el nido por cambiar de cama y de hombre?
Ese es el caso de Pedro. No supo dónde esconder su vergüenza. Es cierto, solo Juan sabìa de su negación. Los demás no lo vieron ni lo escucharon negar a Jesus. Pero suficiente con su conciencia. Suficiente con su corazón hundido en el miasma de la bajeza humana. Su peor némesis era èl mismo. Y necesitaba descargar su culpa. Necesitaba huir de todo y de todos. La depresión llenó su horizonte y perdió todo deseo de esperar la promesa de su Señor cuando les dijo que después de tres días regresaría. Pero Pedro no puede esperar a volver a ver los santos y limpios ojos de Jesus. No después de lo que le hizo. No después de haber sido el cobarde y mentiroso que negó que lo conocía. No, Pedro -se dijo a sí mismo-, no puedes quedarte como si nada. Ya no hay esperanza para tí. Ya has sido desechado por tu mala acciòn.
Y, como el sueño se niega a nublar sus sentidos, toma la decisión de irse a pescar. Quizá tirando las redes y navegando en el mar que tan bien conoce puede encontrar un poco de paz. Quizá no busca tanto pescar peces, pero sí pescar la paz que tanto anhela. Pescar un poco de tranquilidad. Una porción de letargo tan siquiera. Nebulizar sus emociones y callar el grito de angustia de su pobre corazón. Pedro “se va a pescar”. ¿A pescar què? Ni èl mismo lo sabe. Pero todo es un total fracaso. Ya no está para eso. Ya había puesto la mano en el arado y ahora pescar no le sirve de nada. Lo que Pedro quiere pescar no lo brinda ni el anzuelo ni el mar. La paz del alma no se pesca entre la multitud. Entre el mar de gentes. Usted puede estar en medio de un océano de gentes y sin embargo sentirse màs solo que nunca. Con sus redes rotas y su anzuelo vacío vez tras vez.
Y llega la mañana. Y aparece Jesus. Aparece con un pez asándose en las brasas. Y llama a su amigo. Lo invita a desayunar. Lo que Pedro pescó ya no le interesa. Porque lo que realmente desea es estar cerca de su amado maestro. De ser perdonado. De volver a comer con èl. De compartir un bocado de pan y un bocado de paz. De engullirse todo lo que pueda de la amistad perdonadora de su Señor. Sin anzuelo ni redes, Pedro ha pescado lo que solo Jesus puede darnos. La sanidad del alma. Sacarnos del túnel de la vida que amenaza nuestra existencia. Sacarnos de la cama del dolor. Volver a vernos a los ojos y decirnos: Apacienta mis corderos. Confío en tì. Puedo confiarte mi rebaño. Empecemos de nuevo. Ya no trates de pescar lo que solo Yo -dice Jesus-, puedo darte.
Soli Deo Gloria