Salmo 4:8 “En paz me acostaré y así también dormiré; porque sólo tú, SEÑOR, me haces habitar seguro”
Sì, es cierto: El Señor nos rompe todos los paradigmas. No importa cuánto dinero usted tenga -dijo nuestro Presidente-, no importa la clase social a la que pertenezca. No importa nuestro apellido o la zona donde vivimos. Aunque vivamos en la zona màs rica de la ciudad, también Dios nos ha alcanzado a todos.
Lo que no esperábamos nos llegó. No esperábamos que este virus nos pusiera en la disyuntiva aun de saludarnos de mano o de beso. Nadie esperaba ver los estantes de los supermercados casi vacíos. Las calles sin tráfico en dìas laborales. Las empresas enviando a sus trabajadores a sus casas, los cines cerrados, bares y restaurantes.
Es decir, no importa quién sea usted o yo. No hay mesas donde sentarnos a comer las deliciosas pupusas de siempre. “Solo para llevar” nos dicen en cualquier parte donde vayamos.
Ah, y por favor, si tiene tos, cùbrase la boca entre las axilas para no contagiar a nadie. A cualquiera que se le vea sudando o tosiendo hay que tenerle miedo. Puede estar infectado. Los tiempos apocalípticos han llegado. Las Iglesias restringidas. Los púlpitos con polvo porque no se están utilizando. Se han apagado las cámaras de televisión. Todos a sus casas.
Anoche estaba viendo en la televisión internacional lo que he estado viendo en El Salvador. Todos tienen el mismo hashtag: “Quèdate en casa”. Ese es el lema de hoy. Quédate en casa.
Y de eso quiero hablar en este artículo.
Nos llegó la hora de estar en casa. De volver a sentarnos a la mesa como familia a comer todos juntos. A invocar el Nombre del Señor antes de tomar los alimentos y darle gracias por lo que hay en nuestras mesas.
Nos llegó la hora, esposos, de platicar como antes de casarnos. Como cuando èramos novios y nos tomábamos de las manos y platicábamos horas y horas viéndonos a los ojos, mientras el café se enfriaba, aunque el tiempo haya pasado, peinemos canas y las palabras sean pocas.
Nos llegó la hora, padres, de entretener a los hijos. De platicar con la quinceañera y gastarnos un buen tiempo en preguntarle como se siente estar en casa, con su familia y sin sus queridos amigos que le comparten cosas que contaminan sus oídos. Preguntarle como se siente sin sus cervezas del fin de semana.
Nos llegó la hora, mamá, de tener en casa a sus hijas para que les enseñe como cocinar y que le ayuden a pelar papas y poner la ropa en la secadora. Cosas que nunca ha hecho con sus hijas, llegó el momento de hacerlas porque ahora sobra el tiempo para estar con ellas.
Nos llegó la hora, papis, de platicar con su muchacho, que se quite por un buen rato los audífonos que no suelta para nada y que le escuche a usted, que escuche su voz, que escuche que usted habla, que no es un ser extraterrestre que solo lleva dinero a la casa y que paga la luz para que èl juegue con sus tabletas. Que sus hijos lo escuchen hablar, que usted no es un simio retrógrado y viejo sino un ser de carne y hueso.
Nos llegó la hora, familia, de levantarnos todos y después del baño, disfrutar un buen desayuno y luego cada quien que recoja su plato y lo lleve al lavatrastos porque incluso la señora que nos ayuda con la limpieza hay que darle un pequeño respiro. Porque ella también es un ser de carne y hueso.
Nos llegó la hora, Iglesia, de probar cuánto hemos aprendido en los templos para que ahora lo practiquemos en casa. Nos llegó la hora de ser lo que somos. De no poner cara de santos porque no hay a quién impresionar con esa falsa cristiandad. Nos llegó la hora de mostrar lo que hay en nuestros corazones. Nos llegó la hora de mostrar lo que de Jesus pueda haber en nosotros mismos.
Nos llegó la hora, pastores, de mostrar que realmente lo somos. No por el púlpito sino porque nuestra conducta lo muestra. Tenemos 24 horas diarias para mostrar que somos lo que hemos dicho que somos. Gracias, Señor, porque este virus nos ha llegado mientras no lo esperábamos. Porque ahora la orden es: “Quèdate en casa”.
Soli Deo Gloria