Mario Vega / Pastor General Misión Cristiana Elim
La pandemia del nuevo coronavirus ha impactado a la humanidad, en primer lugar, por su universalidad. El virus se ha extendido por el mundo llegando a lugares tan distantes como la Polinesia Francesa, la isla de Pascua y Groenlandia. Solo quedan 19 países que continúan sin reportar casos positivos, de los cuales la mayor parte son islas. Lo anterior, se debe aclarar, es al momento de escribir este artículo, porque los datos cambian todos los días. Eso nos conduce al segundo elemento impactante de la pandemia y es su velocidad de propagación. Todo comenzó en diciembre de 2019 y en cuatro meses ha contagiado a más de un millón de personas; nuevamente debo aclarar, al momento de escribir este artículo. El indetenible avance del nuevo coronavirus ha tomado a la humanidad por sorpresa cambiando súbitamente nuestra forma de vida. En los Estados Unidos, los reclamos de beneficios por desempleo han aumentado a más del 3000%, un incremento que los economistas califican como «asombrosamente horrible» y que implica la pérdida del 6% de la fuerza laboral de ese país. La pandemia irrumpió sin previo aviso para imponer su propia agenda a las nuestras. En todo el mundo se cancelaron eventos deportivos, conferencias, cumbres, conciertos, bodas, viajes, negocios, reservaciones y multitud de actividades que cambiaron las prioridades súbitamente.
El hombre, ser resistente al cambio, ha tenido que reconocer su fragilidad y aceptar forzosamente cambiar su rutina y gastar sus ahorros de manera no planeada. Para unos, eso ha significado llegar al hambre. Para otros, adoptar una vida más espartana, disminuyendo el consumo y la inversión para enfocarse en lo esencial. Eso hablando del plano individual, pero, en el macroeconómico, el Fondo Monetario Internacional se prepara para movilizar un millón de millones de dólares para contribuir a aliviar los efectos económicos y humanitarios de la pandemia. Ese billón es toda la capacidad de préstamo que posee el organismo con lo que la civilización, tal como la conocemos ahora, está invirtiendo su última reserva.
La vida trastornada ha replanteado la agenda mundial. Sus principales elementos son ahora comunes a todas las naciones: atender la emergencia sanitaria y reconstruir la economía. El presente es un punto de inflexión importante que se puede aprovechar para preguntarnos sobre el futuro. Cuando todo esto pase ¿volveremos a ser igual que antes? Al revalorar lo esencial de la vida ¿hay un camino diferente que nos gustaría tomar de aquí en adelante? Los más optimistas dicen que saldremos más humanos, más solidarios y unidos que nunca. Otros, solo visualizan una vuelta a la rutina anterior sin mayores transformaciones. La verdad es que no habrá más cambios en nosotros que los que decidamos hacer. No es el final de la pandemia el que revelará lo que somos, son nuestros hechos de hoy los que revelan lo que seremos. Si invertimos nuestras energías en sembrar egoísmos y odios, si nos comportamos de manera vil con las personas a quienes deberíamos acoger, por seguro que el final de la pandemia no hará otra cosa más que consolidar lo que ya somos. Por el contrario, si nos sirve para volvernos más sensibles y humanos, la crisis, en medio de todas sus penas y dolores, servirá para convertirnos en mejores personas. Ayudándonos a reconocer nuestra fragilidad y a descubrir al otro, que es nuestro vecino, nuestro prójimo.