La historia del Antiguo Testamento en buena parte es la historia de la lucha de los profetas contra los ídolos paganos. Presenta diversos relatos heroicos de los hombres de Dios desafiando a los ídolos y a los poderes económicos y políticos detrás de ellos. Son historias que han inflamado la pasión de los creyentes para volverlos audaces y decididos. Pero, paradójicamente, no les ha movido para enfrentar con igual pasión a los ídolos del presente. La pérdida de la agenda se debe, en buena medida, a que en la actualidad no se trata de ídolos físicos sino más sutiles. Un ídolo es todo aquello que tome el lugar, la gloria y la lealtad que le corresponde a Dios. Desde esa perspectiva, la corrupción es un auténtico ídolo moderno. En primer lugar, porque a la corrupción se le otorga ultimidad. Es decir, se la coloca como fin por arriba de cualquier otro principio o juicio de valor. Arriba de la ética, la honradez y la probidad, se la exalta como destino superior de los funcionarios.
La idolatría de la corrupción también se autojustifica. Es validada por sí misma. Se practica porque todos la practican. Se cuestiona al sistema judicial que enjuicia a unos corruptos y no a todos, pero no se cuestiona la corrupción. Porque el problema no es la corrupción que se da por naturalizada, sino la justicia que no resulta ser universal. Bajo esa concepción, la corrupción también adquiere intocabilidad. Los funcionarios que están investidos de capacidad de decisión ejercen su poder de influencia para garantizar condiciones de impunidad para la realización de actos que violan la probidad y la justicia.
Al igual que los ídolos paganos, la corrupción también ofrece salvación a sus adoradores. La posibilidad de ser salvados de deudas y limitaciones de la capacidad adquisitiva. Ofrece comodidades y lujos que alegran a los presumidos y vanidosos. Pero, igual que todo ídolo, les deshumaniza. Les hace perder la sensibilidad hacia los demás, les anula el interés común para sustituirlo por el egoísmo más acendrado. En su dimensión más repudiable, la corrupción, como ídolo, exige víctimas para subsistir. Si los ídolos de la antigüedad demandaban sacrificios de niñas y niños, la corrupción de hoy demanda la vida de los pobres, de los enfermos y desamparados. Condena a una atención médica deficiente a millones a cambio de favorecer los intereses de un grupo reducido de funcionarios o personas particulares que obtienen beneficios económicos o de posición política o social, en perjuicio del bien común.
Por todas esas razones, Jesús no dudó en catalogar a la codicia como un ídolo al que llamó Manmón. También afirmó que no se puede servir a Dios y a Manmón al mismo tiempo. A pesar del vocabulario religioso que una persona use, si en su corazón permite la corrupción se convierte en enemigo de Dios. Los ídolos del pasado fueron confrontados por los profetas. Muchas veces a costa de persecución, vejámenes, prisiones, amenazas y hasta la muerte. Pero nunca cesaron de denunciar el pecado y de reafirmar el señorío del Omnipotente. Todavía hay tiempo para que los cristianos asuman apasionadamente la defensa del que consideran el único Dios verdadero. Para el cristiano el absoluto es Dios y debe encontrarse por arriba de cualquier preferencia partidaria. La fidelidad es hacia Dios, no hacia los hombres. No se le debe fallar a Dios en estos tiempos aciagos y tampoco a las personas empobrecidas, cuya salvación integral es el deseo y la gloria del Señor.