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miércoles, diciembre 25, 2024

Distanciamiento social y segregación

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Por: Mario Vega / Pastor General de Misión Cristiana Elim

La pandemia del nuevo coronavirus no ha finalizado en ningún país, razón por la que todavía no se sabe cómo será la vida después de la COVID-19. Pueda ser que el virus pierda letalidad por sí mismo o pueda ser que se logre una vacuna efectiva. En este último caso, tampoco se sabe por cuánto tiempo pueda garantizar la inmunidad.
Lo que parece más probable es que tendremos que aprender a convivir con el virus, lo cual supone la necesidad de continuar ciertas prácticas como el uso de mascarillas, la higiene de las manos y el distanciamiento social. Esas condiciones plantearían un riesgo paradójico: que el distanciamiento se profundice excesivamente y se desarrolle una desconfianza paranoide que impida ver al ser humano que hay en cada individuo y que, en su lugar, se vea solo un infectado. Esto ya ha comenzado a suceder. Por ejemplo, a los ciudadanos varados en el extranjero se les ha reducido a personas contagiadas que no deben volver al país para que no nos infecten. No se les ve más como seres humanos con necesidades diversas, sino como un grupo de enfermos que amenaza la salud pública. Eso no solo ocurre desde el oficialismo, sino que ciertos sectores sociales se han dedicado a estigmatizarlos y excluirlos.
El deslizamiento en la percepción de los varados ha movido a las expresiones de desprecio y rechazo que se ven circular en las redes sociales. El temor a lo desconocido siempre está a la base de toda inhumanidad.
La mala voluntad hacia los contagiados imaginarios se irá focalizando en la medida en que las infecciones reales también se vayan concentrando en los sectores menos pudientes del país. Porque es allí donde hay mayor hacinamiento, el agua es escasa y hay menos recursos para el cuidado de los enfermos.
La segregación social de la ciudad se consolidará alrededor de los guetos pobres donde se acumularán los portadores. De igual manera como ha ocurrido por décadas con la epidemia de violencia, el lado occidental de la ciudad no se perturbará mientras los contagios no le alcancen y se mantengan a distancia. Para asegurar que así sea, el distanciamiento con los obreros y empleados puede profundizarse, al punto, de evitar la relación con toda persona que use el transporte público. La segregación se impondrá con cercos sanitarios en torno a las comunidades afectadas y podrá también incluir sus escuelas, clínicas, tiendas y comedores. Las condiciones comunales se deteriorarán y la pobreza multidimensional se profundizará.
Para evitar que eso suceda, se debe comenzar ahora mismo a cambiar la narrativa despectiva y excluyente que niega a los ciudadanos sus derechos humanos. En lugar de huir de los demás, se debe correr a subsanar las vulnerabilidades en los sectores populares. La pobreza no debe convertirse en un sinónimo de contagio. Esa ecuación altiva debe ser rota entregando a los moradores de los asentamientos precarios amplia información popular, atención médica comunal y provisión de lo esencial, comenzando por agua potable y alimentos. Sobre todas las cosas, no se debe perder la voluntad de aceptar que los demás nos contagien su pena, la necesidad que tienen de entrar en nuestro corazón y conmovernos. En seguimiento del Cristo que no se inmunizó contra los leprosos, los pecadores y los endemoniados, debemos también estar dispuestos a la encarnación con los conglomerados pobres y necesitados de esperanza.

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