Por: Mario Vega / Pastor General Misión Cristiana Elim
Si algo positivo se le debe reconocer a la pandemia de Covid 19 es la gran mejoría que el mundo ha experimentado en el campo de la seguridad. De acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el mundo vive un descenso inédito de los indicadores de seguridad, entre ellos el de la violencia homicida. La caída de los homicidios ha ocurrido tanto en países con niveles bajos de violencia como en los tradicionalmente violentos. Por ejemplo, en países de Europa occidental con niveles bajos de violencia, como Alemania, Italia y España el crimen ha disminuido a niveles históricos acercándose a la tasa cero. Pero, también ha ocurrido en países con epidemia crónica de violencia como los del Triángulo Norte de Centroamérica, en donde las pandillas juveniles son un factor de violencia importante. En ellos se ha profundizado la tendencia a la baja que viene desde hace cinco años. En el caso de Guatemala, el país con mayor decrecimiento del área, la tasa de descenso ha sido mucho más pronunciada durante la pandemia que la tendencia de los años anteriores.
La explicación de la caída mundial de la violencia no es difícil. La pandemia ha obligado a las naciones a aplicar regímenes estrictos de confinamiento y control social. La ausencia de personas en las calles, el cierre del comercio y la mayor presencia de agentes de seguridad son factores que han contribuido a la reducción. Es un buen tiempo para la seguridad. Pero, no hay que pensar que con esto el problema de la violencia está resuelto. En un sondeo de opinión realizado por un periódico de nuestro país hace dos semanas, apenas el 0.9% de los encuestados manifestó que el principal problema del país es la seguridad pública. En la percepción de la ciudadanía, la violencia ha dejado de ser una preocupación. Pero las medidas de confinamiento y de control social no serán para siempre. Una vez se relajen o desaparezcan, la violencia volverá a manifestarse, pues sus raíces siguen estando allí y, lejos de haber sido resueltas, se han vuelto aún más complejas.
Las causas de la violencia son de carácter estructural y están estrechamente relacionadas con las condiciones de marginación y pobreza. Con las medidas de confinamiento estricto, la economía ha sido fuertemente afectada. La crisis económica que sigue a la pandemia creará millares de desempleados y nuevos pobres, en tanto que quienes ya vivían en los márgenes verán su situación agravada. Con la caída de las remesas y las rutas migratorias militarizadas, las condiciones de exclusión se agudizarán. Más niños y jóvenes se verán tentados por la violencia como promesa para recuperar la estima. Para no quedarse de brazos cruzados esperando el rebote violento, es aconsejable unir a la atención de la crisis de salud la intervención en las comunidades de riesgo que, como se dijo en anterior ocasión, serán los focos de ambas crisis. Para ello se deben elaborar políticas públicas integrales que desmonten los factores de riesgo de la violencia. Eso no es fácil en los momentos actuales cuando existen prioridades de salud y alimentación. Pero, la atención que se brinde a esas prioridades es un paso inicial importante para romper con el olvido de las comunidades; otros pasos a seguir serían las mejoras educativas, de entornos, de servicios y de oportunidades laborales. Esas acciones son las que, al final de todo, marcarán la diferencia entre mitigar el problema de la violencia o solamente colocarle una tapadera provisional.